El reconocido cantautor español Joaquín Sabina regresó a las tarimas del mundo con su último disco titulado Lo niego todo. En España, el álbum arrasó y se catalogó como el más vendido de 2017. Este año, el intérprete de “19 días y 500 noches” visitará países latinoamericanos como Argentina y Chile.
En una entrevista realizada desde Madrid para The Clinic, el cantautor ofreció detalles sobre el álbum y el concepto de sus canciones: “Yo creo que en mis últimos discos, como andaba más con poetas que con músicos, había intelectualizado las canciones, con lo cual las alejé del público de la música popular. Acá intenté que estuvieran más cerca del oído y del corazón de la gente”.
Una de las canciones de Lo niego todo hace referencia a un gran amor de su juventud perdido: la revolución. El tema se titula “Leningrado”: “Sí. Es una canción que escribí lleno de amargura, por ver en qué ha quedado esa religión del siglo XX que fue la Revolución rusa y todo lo que vino después. Para la gente de mi generación, que viajaba a la Unión Soviética a aquellos Congresos de la Juventud -de eso habla exactamente esa canción-, ver en qué ha degenerado todo eso ha sido una cosa dramática, desgarradora”, explicó Sabina.
El cantautor español se lamentó sobre el rumbo que tomó el concepto de revolución: “Fíjate en lo que está sucediendo hoy mismo en Venezuela. O en lo que ha quedado la Cuba castrista, que fue la revolución de mi juventud. Es tremendo lo mal que envejecen las revoluciones… incluso peor que las personas”.
Para Sabina “ellos siguen apoyando a Maduro y a la revolución bolivariana, y yo no puedo apoyar eso, de ninguna manera. Venezuela es el país más rico de América Latina y está harapiento, no hay libertad de prensa, no hay separación de poderes… es imposible seguir defendiendo eso”, declaró al referirse a la situación política de España y el partido socialista Podemos. “Me siento del lado de esos millones que votaron a una izquierda joven y un poquito más radical. Pero no tanto del lado de sus dirigentes porque ya han empezado a tener los mismos vicios que criticaban, como siempre pasa”, finalizó.
En Buenos Aires, el artista se presentará ocho veces en el mes de noviembre y cerrará el 2019 con cuatro conciertos en tierras mexicanas.
Vuelve a Chile en octubre para presentar en vivo “Lo niego todo”, su último disco, en el que se burla de su propia caricatura y reafirma su propósito de “envejecer sin dignidad”. Pero su público se niega a jubilarlo y, contra todos los pronósticos, su salud también. Con 68 años, Sabina sacó el disco más vendido de 2017 en España y ahora lo espera una gira tan demandada que sólo en el Luna Park de Buenos Aires deberá presentarse ocho veces. Desde su casa en Madrid, conversó con The Clinic sobre la triste vejez de las utopías y la eterna juventud de Violeta Parra. También responde a la imputación que circuló en redes sociales de que sus letras serían machistas: “Seguiré haciendo las canciones que quiera, ni pienso en autocensurarme”.
“SI me cuentas mi vida, lo niego todo”, afirma y niega Sabina en la canción que da título a su nuevo álbum, aunque para negar algunas cosas ya sea demasiado tarde. Nacido en Úbeda (Andalucía) en 1949, fue el hijo menor de una dueña de casa y de un policía que recibió la orden de arrestarlo –por comunista, en la España de Franco– cuando él tenía 19 años. Por entonces, Sabina estudiaba Filología Románica en Granada, leía con devoción a César Vallejo (“me lo sé de memoria, los poemas enteros”) e imaginaba su futuro como profesor de literatura en colegios de provincia.
Al poco tiempo, sin embargo, junto a unos amigos puso una molotov en una sucursal del Banco de Bilbao y debió salir de España con un pasaporte ajeno. Recaló en Londres, donde vivió siete años cantando en el metro y en restoranes. Cuando volvió a España, en 1977, Franco ya había muerto, pero eso no lo salvó de hacer el servicio militar en los cuarteles de Palma de Mallorca. Luego comenzó la historia conocida: cientos de canciones, millones de incondicionales, ilustres compañeros de juerga –desde García Márquez a Charly García– y esa leyenda del vividor impenitente que ahora viene a desmentir en calidad de viejo y de diablo: “Lo niego todo, / aquellos polvos y estos lodos. / Lo niego todo, / incluso la verdad”.
¿Qué es lo primero que quisieras negar?
–Todo lo que voy a decir acá.
Entonces podemos hablar en confianza…
–Ahora sí. Tú sabes que todo esto nació de una frase de un periódico chileno. Hace muchos años, aterrizo un día en Santiago, abro un periódico y leo: “Llega a Chile el profeta del vicio”. Me sentí tan sobrevalorado, tan caricaturizado, que desde ese día pensé que alguna vez tenía que hacer una canción con todos esos tópicos, con todas esas cursiladas como “el juglar del asfalto”, como también se atrevieron a llamarme. Pero “Lo niego todo” es sólo una canción del disco…
De hecho, otras se hacen cargo de lo innegable.
–Desde luego. A mí nunca me gustó la idea de hacer discos conceptuales, para mí son canciones y cada una dirá lo suyo. En realidad, le pusimos “Lo niego todo” porque nos parecía un eslogan firme. Firme y mentiroso, ¿no? Al final es un modo de mirarse al espejo, verse algo decrépito y sacarse la lengua. Porque si hay alguna idea que atraviese al disco, es que yo sigo aprendiendo a envejecer sin dignidad.
Pero “ni un paso atrás”, dices.
–¡No, ni un paso atrás! Entre otras cosas porque no se puede, ¡ja, ja, ja!
Llevabas ocho años sin sacar un disco solista. ¿Qué estímulo habías perdido y cómo lo recuperaste?
–Lo que había perdido son las ganas de meterme en un estudio. Me seguía gustando mucho subirme al escenario y viajar haciendo giras. Pero grabar canciones, la verdad, es un proceso que me aburre y no me gusta nada.
¿Por qué?
–Porque tiene que ver mucho más con la tecnología que con lo artístico. Se pierden horas y horas afinando, corrigiendo, disecando los sonidos. Y como no quería pasar por eso, no quería ponerme a escribir. Y el estímulo me lo dieron dos amigos: Benjamín Prado [poeta y novelista español], que es un compañero de aventuras fantástico, y Leiva [ex integrante del grupo Pereza], cuya amistad personal y profesional ha sido milagrosa para mí. Con ellos volví a escribir canciones con esa intensidad que no sentía desde “19 días y 500 noches” (1999), el último disco de aquella juventud que me duró hasta los 50 años.
¿Y qué fue lo que más te gustó del resultado?
–Yo creo que en mis últimos discos, como andaba más con poetas que con músicos, había intelectualizado las canciones, con lo cual las alejé del público de la música popular. Acá intenté que estuvieran más cerca del oído y del corazón de la gente. Y por la respuesta que estoy encontrando en los conciertos, creo que eso sí lo he conseguido.
Alguna vez te escuché decir que sería ridículo creer que las mejores canciones de rock se hicieron gracias a las drogas, pero que a la vez era innegable que esos músicos, cuando dejaron de drogarse, no volvieron a hacer canciones así de buenas. ¿Por qué pasa eso?
–Bueno, es una verdad estadística. Yo leo muchas biografías y autobiografías de cantantes, y es indesmentible que las drogas han tenido mucho que ver no sólo con la historia del rock, sino de casi toda la canción popular desde la segunda mitad del siglo XX. Pero también hay otra razón por la que todos preferimos las antiguas canciones de Dylan a las últimas, las antiguas de los Rolling Stones a las últimas. Esa razón tiene que ver con la juventud que escuchamos en esas canciones. Y que no es la juventud de ellos, sino nuestra propia juventud perdida.
En este disco hay una canción muy nostálgica, “Leningrado”, sobre un gran amor de juventud perdido: la revolución. A cien años de la Revolución rusa, parece todo un réquiem.
–Sí. Es una canción que escribí lleno de amargura, por ver en qué ha quedado esa religión del siglo XX que fue la Revolución rusa y todo lo que vino después. Para la gente de mi generación, que viajaba a la Unión Soviética a aquellos Congresos de la Juventud –de eso habla exactamente esa canción–, ver en qué ha degenerado todo eso ha sido una cosa dramática, desgarradora. Y bueno, unir eso con una historia de amor en Leningrado, cosa que también sucedía en la época, me pareció una buena idea para contar algo de la historia del siglo XX.
Y como parte de esa generación, ¿eres de los que llevan la muerte de las utopías como un desengaño oportuno o como una herida incurable?
–Es que la herida incurable es la vida misma, ¿no? Por eso es que toda generación tiene su ilusión juvenil y su desencanto. Y yo no celebro ese desencanto, pero tampoco sé si haya que volver a creer en la utopía, después de ver el desarrollo patético que han tenido las utopías en todo sitio. Fíjate en lo que está sucediendo hoy mismo en Venezuela. O en lo que ha quedado la Cuba castrista, que fue la revolución de mi juventud. Es tremendo lo mal que envejecen las revoluciones… incluso peor que las personas.
En España, como en Chile, apareció una izquierda joven quebrando muy fuerte con la generación de los 60. ¿De qué lado te sientes?
–Me siento del lado de esos millones que votaron a una izquierda joven y un poquito más radical. Pero no tanto del lado de sus dirigentes.
¿Por qué?
–Porque ya han empezado a tener los mismos vicios que criticaban, como siempre pasa.
¿El discurso de Pablo Iglesias te identifica, por ejemplo?
–A veces sí y a veces no. Por ejemplo, ellos siguen apoyando a Maduro y a la revolución bolivariana, y yo no puedo apoyar eso, de ninguna manera. Venezuela es el país más rico de América Latina y está harapiento, no hay libertad de prensa, no hay separación de poderes… es imposible seguir defendiendo eso.
EMBAJADOR VIOLETERO
La última vez que viniste a Chile, Nicanor Parra estaba cumpliendo 100 años. Ahora vuelves cuando los está cumpliendo Violeta.
–Claro que sí. Yo me siento muy, muy cerca de Violeta, y no creas que esto lo digo sólo en Chile. Acá en España, con mis amigos cantantes y mis amigos poetas he sido siempre una especie de embajador violetero. Bueno, hice la canción “Violetas para Violeta”, que en Chile la canto siempre y a veces también aquí. Yo creo que para todos los que cantamos y escribimos en esta lengua, Violeta Parra es un magisterio, una tremenda inspiración. No sólo por su sentido de lo popular, por su extraordinaria capacidad de comunicación, sino también por la poesía que escribía, sus décimas. Y por lo joven que se mantiene a los 100 años, desde luego.
“A mí lo que me ha salvado son los libros que he leído”, dijiste hace poco en El Mundo. ¿De qué te han salvado?
–De todo. Pero principalmente, de la soledad. Por ejemplo, ocurre mucho en las giras, cuando a un avión le pasa algo y nos quedamos todos tirados en un aeropuerto, que los músicos se desesperan, no saben qué hacer. Pero yo, si tengo un buen libro, ¡estoy feliz! Los libros me acompañan, me ayudan a pensar, a vivir un montón de vidas distintas a la mía. En lugar de estar como un animal enjaulado mirando a un avión que va a salir en seis horas, puedo estar en la antigua Roma viviendo las vidas de otros. Creo que ese es el único consejo que me he atrevido a dar en la vida: si tienes un libro, nunca vas a estar solo.
Mucha gente se sorprende al saber que eres hijo de un policía. ¿Fuiste un lector voraz a pesar de eso?
–A pesar de eso hice muchas otras cosas, pero lo de leer fue también gracias a que en mi casa siempre había libros. Porque mi padre, antes de ser policía, casi fue cura, estuvo en el seminario, entonces traía esa educación muy cercana a los libros. Y le gustaba mucho la poesía, escribía sus romances y sonetos de ocasión. No pretendía ser un gran poeta, pero era un gran versificador, de esos que recitan en bodas y entierros.
¿Sentiste como un triunfo de tu oficio que Dylan ganara el Nobel?
–Sí. Yo amo mucho las canciones de Bob Dylan y aprendí muchísimo de él, para mí es el mayor poeta de la lengua inglesa actual. Y creo que el Nobel, a pesar de toda su solemnidad y toda su parafernalia y todo su medallerío, ante el gran público ayuda a dignificar algo que a veces ha estado tan tirado en las esquinas, como es la canción popular.
¿Y ahora algún cantautor podría ganar el Cervantes?
–Eso no lo sé, pero desde luego no soy parte interesada porque si alguno en España puede ganarlo tendría que ser Serrat, que es el maestro de todos nosotros.
Hace algunos meses, una “musicóloga experta en género” de alguna academia española leyó una canción tuya con el diccionario y concluyó que tus letras son “machistas y peligrosas”. Te habrás enterado, se volvió viral.
–Sí, me lo han contado, pero no empleo ni medio segundo de mi vida en responder a lo que digan en las redes sociales y esos foros, donde la libertad de opinión es legislada por quienes menos la toleran y el sentido del humor debe adecuarse a quienes más atrofiado lo tienen. Es absolutamente increíble, ya no puedes hacer una broma sin entrar al índice de chistes prohibidos. Por suerte para mí, vivo en un planeta totalmente distinto, no tengo redes sociales ni teléfono móvil, así que no me veo envuelto en toda esa cantidad de odios y tonterías. Seguiré haciendo las canciones que quiera, ni pienso en autocensurarme. Y seguiré haciendo bromas de todo tipo.
Suena paradójico que la gente, a medida que se valora más a sí misma, más fácil se está ofendiendo.
–Eso es culpa de la autoestima, que se ha puesto tan de moda y está haciendo un gran daño. La gente verdaderamente sabia que yo conozco no tiene la menor autoestima, no va por la vida diciendo “yo soy como soy” o “tú tienes que ser tú”. Pero ahora que todo el mundo tiene un altavoz, a los idiotas los reconoces por su autoestima. Mientras más idiotas, mayor autoestima tienen. A mí, que dudo de todo, empezando por mí mismo, me cuesta mucho entender que haya esas colas en los grandes almacenes para comprar un kilo de autoestima todos los días. ¡Cuando es tan fácil quererse por lo poco que uno vale!
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