sábado, 29 de octubre de 2016

José Antonio Primo de Rivera y su pensamiento político.-a

José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia

(Madrid, 24 de abril de 1903-Alicante, 20 de noviembre de 1936) —conocido también como José Antonio— fue un abogado y político falangista español, primogénito del dictador Miguel Primo de Rivera y fundador de la Falange Española. Acusado de conspiración y rebelión militar contra el Gobierno de la Segunda República, fue condenado a muerte y finalmente ejecutado durante los primeros meses de la guerra civil española.
Su imagen idealizada fue honrada durante la contienda por el régimen franquista, que lo convirtió en icono y mártir al servicio de la propaganda del instaurado Movimiento Nacional. Tras su muerte se le mencionaba con el alias del Ausente o el Mártir. ​Terminada la guerra, su nombre encabezó todas las listas de fallecidos del bando rebelde, y la inscripción «José Antonio ¡Presente!» se podía encontrar en muchas iglesias españolas. Ostentó en vida el título nobiliario de iii marqués de Estella, con Grandeza de España.

Ideología y pensamiento

La influencia fundamental de Primo de Rivera podemos encontrarla en su padre. José Antonio Primo de Rivera comenzó su carrera política para defender su memoria política y consideró su dictadura una oportunidad perdida: «Quizá no vuelva a pasar España en mucho tiempo por coyuntura más favorable». Una oportunidad perdida por «pequeñeces»: «Dejaron pasar el instante. No percibieron su decisiva profundidad. Empezaron a hacer remilgos por si la Dictadura menospreciaba tales o cuales pequeñeces rituarias».​ En su trayectoria al frente de la Falange lo veremos, en varias ocasiones, conspirando contra el régimen parlamentario de la II República para propiciar un gobierno totalitario; y en sus escritos son frecuentes las referencias a un sistema jerarquizado y totalitario:

Ninguna revolución produce resultados estables si no alumbra a su César. Sólo él es capaz de adivinar el curso soterrado bajo el clamor efímero de la masa.
El jefe no obedece al pueblo: debe servirlo pues es otra cosa bien distinta; servirlo es ordenar el ejercicio del mando hacia el bien del pueblo, procurando el bien del pueblo regido, aunque el mismo pueblo desconozca cuál es su bien.
Los jefes pueden equivocarse porque son humanos; por la misma razón pueden equivocarse los llamados a obedecer cuando juzgan que los jefes se equivocan. Con la diferencia de que, en este caso, al error personal, tan posible como en el jefe y mucho más probable, se añade el desorden que representa la negativa o la resistencia a obedecer.
Ya es hora de acabar con la idolatría electoral. Las muchedumbres son falibles como los individuos, y generalmente yerran más. La verdad es la verdad (aunque tenga cien votos). Lo que hace falta es buscar con ahínco la verdad, creer en ella e imponerla, contra los menos o contra los más.
Arriba, 4 de julio de 1935.

No obstante la defensa que hiciera del «hecho revolucionario de la Dictadura», le encontró la falta de sustrato ideológico que la mantuviera: «¡Si los intelectuales hubieran entendido a aquel hombre! [...] Los intelectuales hubieran podido organizar aquel magnífico alumbramiento de entusiasmos alrededor de lo que faltó a la Dictadura: una gran idea central, una doctrina elegante y fuerte». Toda su carrera política estuvo determinada por el hecho de que un nacionalismo autoritario efectivo tendría que ser mucho más programático e ideológico y estar más organizado que el sencillo sistema de su padre.

Fue en 1933 cuando Primo de Rivera, animado por el éxito de Hitler, se acercó al fascismo. Preston (1998, p. 110)u​ Primo de Rivera encontró en el fascismo el soporte ideológico que buscaba:

Los que, refiriéndose a Italia, creen que el fascismo está ligado a la vida de Mussolini, no saben lo que es fascismo ni se han molestado en averiguar lo que supone la organización corporativa. El Estado fascista, que debe tanto a la firme voluntad del Duce, sobrevivirá a su inspirador, porque constituye una organización inconmovible y robusta. Lo que pasó en la Dictadura española es que ella misma limitó constantemente su vida y apareció siempre, por propia voluntad, como un Gobierno de temporal cauterio. No hay pues, que creer, no hay siquiera que pensar que nosotros perseguimos la implantación de un nuevo ensayo dictatorial, pese a las excelencias del que conocimos. Lo que buscamos nosotros es la conquista plena y definitiva del Estado, no para unos años, sino para siempre. [...] Nosotros no propugnamos una dictadura que logre el calafateo del barco que se hunde, que remedie el mal de una temporada y que suponga sólo una solución de continuidad en los sistemas y en las prácticas del ruinoso liberalismo. Vamos, por el contrario, a una organización nacional permanente; a un Estado fuerte, reciamente español, con un Poder ejecutivo que gobierne y una Cámara corporativa que encarne las verdaderas realidades nacionales. Que no abogamos por la transitoriedad de una dictadura, sino por el establecimiento y la permanencia de un sistema.
El Fascio, 16 de marzo de 1933

Es también innegable la influencia en él de la generación del 98 con su pesimista visión de la sociedad española,v​ y la especial influencia de Ortega y Gasset; encontrándose en éste el referente a su "Unidad de destino en lo universal". Una constante en su pensamiento fue la añoranza de la España Imperialx​ desilusionado por una España que pensaba caminaba hacia la «invasión bárbara», como calificaba al socialismo y especialmente al comunismo. A pesar de esto, intentó acercar a su causa a políticos como Azaña, Prieto o Negrín en diversos momentos de su carrera política, sin éxito.

Antiparlamentarismo

En repetidas ocasiones, José Antonio Primo de Rivera se refirió al Parlamento en tono despectivo. Lo definió como «una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa»; despreciándolo principalmente por los siguientes motivos:

No creía que las derechas en su ejercicio parlamentario lograran frenar una inevitable revolución socialista:

Las derechas están en su parlamento como niños con juguete nuevo...Encerrados en su parlamento se creen en posesión de los hijos de España. Pero fuera hay una España que ha despreciado el juguete. [...] Esa España mal entendida desencadenó una revolución. Una revolución es siempre, en principio, una cosa anticlásica. Toda revolución rompe al paso, por justa que sea, muchas unidades armónicas. Pero una revolución puesta en marcha sólo tiene dos salidas: o lo anega todo o se la encauza. Lo que no se puede hacer es eludirla; hacer como si se la ignorase.
F.E. Nº1, 7 de diciembre de 1933.

Consideraba competentes a los ciudadanos para decidir sobre «tareas municipales y administrativas»,​ pero «incultos»y​ para decidir sobre los destinos de la nación:

Evidentemente, para adueñarse de la voluntad de las masas hay que poner en circulación ideas muy toscas y asequibles; porque las ideas difíciles no llegan a la muchedumbre; y como entonces va a ocurrir que los hombres mejor dotados no van a tener ganas de irse por las calles estrechando la mano del honrado elector y diciéndole majaderías, acabarán por triunfar aquellos a quienes las majaderías les salen como cosa natural y peculiar.
Conferencia pronunciada en el Círculo Mercantil de Madrid el 9 de abril de 1935.

No confío en el voto de la mujer. Mas no confío tampoco en el voto del hombre. La ineptitud para el sufragio es igual para ella que para él. Y es que el sufragio universal es inútil y perjudicial a los pueblos que quieren decidir de su política y de su historia con el voto. No creo, por ejemplo, que en la conveniencia o inconveniencia de una alianza internacional o saber la política marítima a seguir pueda tener la masa opinión, ni a lo sumo, más que muy pocos de sus representantes.
Entrevista sobre el voto femenino en La Voz, 14 de febrero de 1936.
Tampoco admitía que una mayoría pudiera decidir sobre lo que consideraba verdades absolutas o valores eternos, ni discutir el liderazgo del jefe:

Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto llamado Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social dejó de ser la verdad política una entidad permanente.[...] Suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo diferente está dotado de infalible, capaz de definir en un instante lo justo y lo injusto, el bien y le mal. [...] De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruidoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que sustanciar el ochenta o el noventa por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejaciones de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle.
Discurso de la fundación de la Falange Española (Teatro de la Comedia, 29 de octubre de 1933)

El Estado y el Individuo

Primo de Rivera preconizaba un Estado autoritario en el que supuestamente el hombre alcanzaría su verdadera libertad; ya que ésta sólo sería verdadera «si se conjuga en un sistema de autoridad y de orden». Un sistema reminiscente del absolutismo ilustrado:

La patria es una unidad de destino en lo universal. [...] El Estado no puede ser traidor a su tarea, ni el individuo puede dejar de colaborar con la suya en el orden perfecto de la vida de su nación. [...] La idea de destino, justificador de la existencia de una construcción (Estado o sistema), llenó la época más alta que ha gozado Europa: el siglo XIII, el siglo de Santo Tomás. Y nació de mentes de frailes. Los frailes se encararon con el poder de los reyes y les negaron ese poder en tanto no estuviera justificado por el cumplimiento de un gran fin: el bien de sus súbditos.
Conferencia en un curso de FE de las JONS. 28 de marzo de 1935.

Insistió en numerosas ocasiones en esa visión paternalista del sistema autoritario: «Toda la organización, toda la revolución nueva, todo el establecimiento del Estado y toda la organización de la economía, irán encaminados a que se incorporen al disfrute de las ventajas esas masas enormes desarraigadas por la economía liberal y por el conato comunista».
La autoridad del Estado quedaría justificada por una misión superior a cumplir. España, como nación civilizada, tendría el deber de imponer su cultura y su poder político fuera de sus fronteras.​ También, el Estado, y su líder, estarían al servicio de la persona.
Para Primo de Rivera, «la dignidad humana, la integridad del hombre y su libertad son valores eternos e intangibles»; considerando que el hombre, únicamente adquiría su calidad humana dedicando su vida a una gran empresa colectiva; el Estado sería esa gran empresa.

Izquierdas y derechas

Para Primo de Rivera, el principal peligro al que se enfrentaba España era la revolución socialista y en sus escritos y en la acción violenta de la Falange, las izquierdas fueron los enemigos declarados. En cuanto a la derecha la consideraba «falta de fe y de empuje». A finales de 1935, ante la inminencia de unas elecciones en las que la izquierda ya mostraba posibilidades de ganarlas, acusó a la derecha de «dormirse en una indolencia mortal», incapaces de borrar la memoria del enemigo (Manuel Azaña) con una obra «honda y fuerte».​ a su juicio: «El derechismo, los partidos de derechas, quieren conservar la Patria, quieren conservar la autoridad; pero se desentienden de esta angustia del hombre, del individuo, del semejante que no tiene para comer».

La posición de Primo de Rivera frente a los partidos políticos coincide con el tercerposicionismo y el transversalismo: un sistema totalitario que supera la división de izquierdas y derechas.

España y el catolicismo

«Muchas veces habréis visto propagandistas de diversos partidos; todos os dirán que tienen razón frente a los otros, pero ninguno os habla de la que tiene razón por encima de todos: España.»​ España es el concepto que más repetidamente aparece en los discursos de José Antonio Primo de Rivera. Quizá, la frase más repetida en sus discursos fuera: «España, unidad de destino en lo universal». Ese destino sería el que posibilitaría acabar con la lucha de clases y el que evitaría la acción disgregadora de los nacionalismos. España tenía un destino imperial que cumplir y este destino lograría unir a todos los españoles en esa empresa común.

España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por ser un acervo de costumbres, sino que España se justifica por su vocación imperial para unir lenguas, para unir razas, para unir pueblos y para unir costumbres en un destino universal; que España es mucho más que una raza y mucho más que una lengua, porque es algo que se expresa de un modo del que estoy cada vez más satisfecho, porque es una unidad de destino en lo universal.
Discurso en el parlamento, 30 de noviembre de 1934.

El catolicismo está presente en los conceptos más utilizados por Primo de Rivera. En los Puntos Iniciales de F.E. puede leerse: «La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es además, históricamente la Española»;​ uniendo en esta frase religión y tradición. También está presente en su concepto de universalidad de España: «¿A qué puede conducir la exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar las constantes católicas de nuestra misión en el mundo?»​ En su concepto de «vida militante y de sacrificio», mezcla su sentido militar y católico; y es indudable su influencia en su sentido de la justicia social y su paternalismo político. De tal modo que mantuvo que «toda construcción de España ha de tener un sentido católico».

Primo de Rivera contempla una concepción espiritual de la Historia y del Hombre dentro de una cosmovisión católica, opuesta a la interpretación materialista del marxismo, pretendiendo fusionar tradición y revolución. La recuperación de la tradición católica de España en sus aspectos fundamentales combinado con un afán revolucionario que rivalice con el socialismo marxista en aquellas situaciones donde la intolerable injusticia hiciera parecer justificable el socialismo. El politólogo Arnaud Imatz le considera un tradicionalista revolucionario y algunos pensadores carlistas como Francisco Elías de Tejada le incluyen como pensador tradicionalista. En cambio Rafael Gambra Ciudad le tacha de imitador de la tradición.

Economía y sindicato

Contrario al capitalismo (entendido éste como la concentración de la riqueza y los medios de producción) y al liberalismo económico (critica a Adam Smith), creía en un sistema económico totalitario, adhiriéndose al nacional-sindicalismo de Ramiro Ledesma Ramos. Un sistema más allá del corporativismo italianoad​ en el que un sindicato agruparía a todos los empresarios, todos los trabajadores y todos los medios de producción. El fin de este sindicato sería conseguir la justicia social que Primo de Rivera enunciase con: «Patria, pan y justicia».​ José Antonio Primo de Rivera consideraba que "lo social es una aspiración interesante aun para mentalidades elementales".
Al sindicato le atribuye la especial misión de articular la Nación. Compartiría esa misión con la familia y el municipio.

viernes, 28 de octubre de 2016

Los mitos de la Guerra Civil de Pío Moa.-a

Fecha de publicación original: 2003-Este libro aborda los mitos de la guerra de España, acercando el lector a su realidad histórica mediante un examen lógico de los datos y una rigurosa crítica de versiones a menudo muy popularizadas, pero de veracidad dudosa. De paso clarifica el papel de los dirigentes políticos, desde Azaña a Franco, en el camino que llevó a España a la hecatombe.


Hablar de la enorme cantidad de publicaciones sobre la Guerra Civil española, que ascienden a muchos miles de libros en todos los idiomas importantes y en muchos otros minoritarios, se ha convertido en un lugar común. Los historiadores profesionales del mundo occidental, considerado en su conjunto, ya no sienten un gran interés por el tema y la tendencia general es a reducir su importancia. En algunos países occidentales, los historiadores la tienen en gran medida por una matanza puramente española y en su mayor parte no le conceden el tipo de importancia internacional que se le atribuyó en su día, en la época de la Segunda Guerra Mundial. Aun así, sigue proliferando muy rápidamente nueva literatura histórica en español, mientras que en otros idiomas, especialmente en inglés, aparecen también nuevas investigaciones, si bien a un ritmo muy inferior.

Ahora se sabe infinitamente más sobre la Guerra Civil de lo que se sabía en 1961, cuando Hugh Thomas publicó inicialmente la que habría de convertirse en la clásica historia en un solo volumen. Las nuevas investigaciones han ampliado, profundizado y clarificado el entendimiento de casi todos sus aspectos fundamentales. Se ha alcanzado un cierto grado de objetividad, al menos hasta el punto de que una cierta proporción de historiadores y otros autores que se ocupan de la guerra sugieren a veces que ambas facciones fueron «casi igualmente» responsables del origen del conflicto, así como casi igualmente atroces en su prosecución.

Las universidades y la vida política del mundo occidental han estado dominadas desde los años ochenta y noventa, sin embargo, por la corrección política, con su sustento de ideas difusas pero con frecuencia cuidadosamente prescritas. Además, la Guerra Civil española fue uno de los comparativamente escasos conflictos en los que los perdedores ganaron en gran medida la batalla de la propaganda: así sucedió hasta cierto punto durante la guerra, pero es ciertamente lo que ocurrió durante la década posterior. Dado el predominio generalizado en las humanidades y las ciencias sociales de profesores y alumnos que simpatizan con las políticas de izquierda, apenas puede sorprender que tales simpatías se hayan extendido igualmente a la interpretación de la Guerra Civil de 1936-1939. Con la desaparición en España de una generación anterior que se había mostrado en ocasiones más afín a Franco y a los nacionales, aquella tendencia pasó a consolidarse con mayor firmeza a finales del siglo XX.

La mayor parte de las nuevas investigaciones que se llevan a cabo en España sobre el conflicto aparecen, además, en forma de publicaciones de tesis doctorales. Se trata casi siempre de estudios predecible y penosamente estrechos y formulistas, y raramente se plantean preguntas nuevas e interesantes. Los historiadores profesionales no son, a decir verdad, mucho mejores. Casi siempre evitan suscitar preguntas nuevas y fundamentales sobre el conflicto, bien ignorándolas, bien actuando como si casi todos los grandes temas ya se hubieran resuelto. Esto, por supuesto, está muy lejos de la realidad, ya que la Guerra Civil española seguirá constituyendo durante mucho tiempo un objeto de estudio muy problemático, en la línea de las revoluciones francesa o rusa, que han sido y seguirán siendo debatidas durante décadas. El debate, la revisión y la reinterpretación constituyen la esencia de la historiografía, aunque el tipo de debate que ha florecido en los últimos años en España en relación con la historia económica o incluso la historia política del siglo XIX y comienzos del XX se ha visto trasladado muy raramente al tema de la Guerra Civil.

Historia de Guerra Civil de  Pío Moa

Dentro de este vacío parcial de debate histórico surgió repentinamente hace años la pluma previamente poco conocida de Pío Moa, cuando publicó en 1999 el primero de sus cuatro volúmenes sobre la República y la Guerra Civil, Los orígenes de la Guerra Civil española. Éste se vio seguido de Los personajes de la República vistos por ellos mismos (2000), El derrumbe de la Segunda República y la Guerra Civil (2001) y ahora, muy recientemente, Los mitos de la Guerra Civil. Considerados en su conjunto, constituyen el empeño más importante llevado a cabo durante las dos últimas décadas por ningún historiador, en cualquier idioma, para reinterpretar la historia de la República y la Guerra Civil.

El corpus de la obra de Moa constituye un desafío a las interpretaciones habituales, y políticamente correctas, de esta época. Los «mitos» que aborda incluyen, entre otros, temas como:

a) La noción de que la política izquierdista durante la República era intrínsecamente democrática y constitucionalista.

b) La idea de que la Guerra Civil fue el producto de una conspiración que venía de antiguo urdida por potentados reaccionarios y no una respuesta desesperada a un proceso revolucionario que había destruido en gran medida el gobierno constitucional.

c) La creencia en que antes del 18 de julio de 1936 Manuel Azaña había sido en la práctica más respetuoso con el proceso constitucional y legal de lo que lo había sido Franco.

d) La visión de Franco como un incompetente ciegamente afortunado y no como un líder competente que llevó a cabo una labor capaz militar, política y diplomáticamente para controlar una guerra civil en la que inicialmente se encontraba en una posición más débil.

e) La proyección de que la revolucionaria tercera República de los años de la Guerra Civil fue de algún modo una pura continuación de la República democrática parlamentaria de 1931-1936.

Muchos otros temas menores que no pueden exponerse aquí en detalle.

Cada una de las tesis de Moa aparece defendida seriamente en términos de las pruebas disponibles y se basa en la investigación directa o, más habitualmente, en una cuidadosa relectura de las fuentes y la historiografía disponibles. En cuanto que historiografía revisionista, el nuevo libro presenta sus tesis principales enérgicamente y, como es habitual en el caso de la historiografía revisionista, en ocasiones con un énfasis exagerado, en aras del efecto polémico. No se trata, sin embargo, de una práctica infrecuente en el debate histórico.

La reacción pública a la aparición de estas obras ha sido realmente notable, con ventas relativamente buenas y a veces con diversas ediciones. Entre los historiadores y los reseñistas, sin embargo, lo más destacable de la respuesta a la obra de Moa ha sido la ausencia de debate y la negación a discutir el gran número de temas serios que suscita. Con sólo unas pocas excepciones, ha sido recibida con una hostilidad gélida o furibunda. Con más frecuencia ha sido ignorada o, en caso de reseñarse, rechazada como no merecedora de consideración. Lo cierto es que los comentarios sobre su obra se han visto a menudo reducidos a observaciones ad hominem aparentemente sensacionalistas, aunque completamente irrelevantes, sobre su antigua militancia en una organización revolucionaria marxista-leninista en los años setenta.

Parece haber al menos tres razones que explican esta reacción extremadamente negativa. Una es la fantasía de que rompe un supuesto «pacto de silencio» sobre temas conflictivos establecido durante la democratización de 1976-1978. El problema con este argumento es que jamás existió un «pacto de silencio» de este tipo. El pacto de la democratización fue completamente diferente; tuvo que ver, en cambio, con renunciar a la política de venganza para que la democracia comenzara para todos haciendo borrón y cuenta nueva. Por lo que se refiere a las publicaciones históricas, España ha estado desde entonces llena de libros que denunciaban al franquismo y a la derecha: antes, durante y después de la Guerra Civil. La idea de que sólo los críticos de la izquierda deben estar vinculados por un supuesto «pacto de silencio» de este tipo (inexistente en realidad) es absurda.

Una segunda razón, y ésta es mucho más sustancial, es que la dictadura duró tanto tiempo (a pesar de que la represión siempre fue a menos) que ha habido una tendencia nada crítica por parte de sus adversarios a rechazar cualquier análisis histórico que sea seriamente crítico con los opositores del franquismo. Esta tendencia psicopolítica es perfectamente comprensible en términos humanos, pero se traduce en una historiografía desequilibrada que, en la práctica, dificulta de entrada la comprensión de cómo surgió el franquismo.

Una tercera razón es simplemente el dominio de actitudes «políticamente correctas» entre los intelectuales, las universidades y los medios de comunicación en los países occidentales durante los últimos años. A este respecto, España no se diferencia mucho de, por ejemplo, Francia o Estados Unidos, aunque el tipo de énfasis individual en la corrección política puede variar un poco de un país a otro. En Estados Unidos, por ejemplo, esto ha guardado relación especialmente con cuestiones de raza. La conocida como «victimofilia» ha sido durante años una importante característica de la corrección política, y en España ha adoptado recientemente la forma de nuevos y especiales intereses por parte de diversas categorías de víctimas del franquismo.

Ha habido muy poco, o ningún, interés durante ese mismo período de tiempo por las víctimas de la izquierda (la categorización y reconocimiento del status oficial de «víctima» en la cultura contemporánea ha dependido siempre de las actitudes políticas y el reconocimiento político), aunque de nuevo en el caso de España esto es en parte comprensible en términos humanos debido a la larga duración de la dictadura. Ha habido algunas excepciones al muro de hostilidad que ha saludado la obra de Moa. Uno de los más distinguidos y venerables contemporaneístas de la actual historiografía española, Carlos Seco Serrano (conocido por su objetividad y su ausencia de partidismo), ha tildado las conclusiones en uno de los libros de Moa de «verdaderamente sensacionales». César Vidal, una de las figuras más activas en la historiografía de la Guerra Civil y autor del mejor y más completo estudio de las Brigadas Internacionales en ningún idioma, califica algunas de las tesis de Moa de «verdades como puños», mientras que el presentador televisivo Carlos Dávila ha entrevistado a Moa en su programa.

Como casi todos los mitos y tópicos habituales de la República y la Guerra Civil favorecen a la izquierda, una reacción partidista será inevitablemente que reevaluarlos o criticarlos seriamente supone favorecer a la «derecha» o el franquismo. En términos humanos, una vez más, esta reacción es enteramente comprensible, pero no tiene nada que ver con la erudición seria o con la investigación científica. En términos de indagación histórica, una actitud así es simplemente irracional y antiintelectual. Sobre una base mental de este tipo, cualquier avance significativo en la historiografía resulta imposible.

Lo más reseñable es que, aparentemente, no hay una sola de las numerosas denuncias de la obra de Moa que realice un esfuerzo intelectualmente serio por refutar cualquiera de sus interpretaciones. Los críticos adoptan una actitud hierática de custodios del fuego sagrado de los dogmas de una suerte de religión política que deben aceptarse puramente con la fe y que son inmunes a la más mínima pesquisa o crítica. Esta actitud puede reflejar un sólido dogma religioso pero, una vez más, no tiene nada que ver con la historiografía científica.

Uno de los rasgos distintivos de la historiografía contemporánea española ha sido la ausencia de una seria investigación crítica por parte de la izquierda. Ha habido excepciones –quizá, de manera especialmente notable, varias de las tempranas y excelentes monografías de Santos Juliá sobre el PSOE durante los años treinta–, pero han sido infrecuentes. El resultado ha sido una montaña de historiografía sobre la iniquidades del franquismo –muchas de ellas ciertas, pero otras a veces imaginadas o exageradas– y un vacío enorme al otro lado de la ecuación política.

Una gran parte de la obra de Moa se ocupa de los tremendos puntos débiles de los líderes de la República, especialmente Azaña, Alcalá Zamora, Prieto y Largo Caballero. El material es aquí rico y abundante, con una gran parte del mismo aportado por los propios líderes republicanos en sus constantes y mordaces denuncias mutuas. Muy pocas veces ha tenido un régimen político en la historia de la Europa moderna un grupo de líderes políticos más autodestructivos que los de la Segunda República. Por comparación, los líderes de la República de Weimar en Alemania fueron durante la mayor parte del tiempo un grupo experimentado de sabios estadistas democráticos. Con un liderazgo como el que disfrutó la Segunda República y políticas tan destructivas como las de los partidos izquierdistas y revolucionarios, atribuir su caída a la conspiración de unos cuantos potentados reaccionarios puede servir para un buen cuento de hadas o una fábula política, pero no tiene nada que ver con una seria historiografía crítica.

Sería un asunto sencillo apelar a la historiografía española para que «creciera», se hiciera adulta y madura, y desarrollara un sentido crítico equilibrado. Como se ha señalado más arriba, sin embargo, el problema de la corrección política y el «tabú partidista» se extiende mucho más allá de España y se ha convertido en una enfermedad de la cultura occidental en el siglo XXI. En Estados Unidos, una seria discusión crítica de las cuestiones raciales queda generalmente descartada antes incluso de que dé comienzo. Las administraciones universitarias, mucho más fuertes en Estados Unidos que en los países europeos, intentan frecuentemente imponer códigos políticamente correctos a los profesores y alumnos por igual, y se ven frustrados fundamentalmente por el recurso legal a la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que impone la libertad de expresión. En Francia, tabúes similares afectaron durante mucho tiempo al estudio crítico de Vichy y actualmente prohíben a menudo el análisis racional de los problemas de Oriente Medio. En España, por razones obvias, giran en torno a cuestiones del franquismo, la izquierda y la Guerra Civil.


El asunto principal aquí no es que Moa sea correcto en todos los temas que aborda. Esto no puede predicarse de ningún historiador y, por lo que a mí respecta, discrepo con varias de sus tesis. Lo fundamental es más bien que su obra es crítica, innovadora e introduce un chorro de aire fresco en una zona vital de la historiografía contemporánea española anquilosada desde hace mucho tiempo por angostas monografías formulistas, vetustos estereotipos y una corrección política dominante desde hace mucho tiempo. Quienes discrepen con Moa necesitan enfrentarse a su obra seriamente y, si discrepan, demostrar su desacuerdo en términos de una investigación histórica y un análisis serio que retome los temas cruciales que afronta en vez de dedicarse a eliminar su obra por medio de una suerte de censura de silencio o de diatribas denunciatorias más propias de la Italia fascista o la Unión Soviética que de la España democrática.

autor

Luis Pío Moa Rodríguez (Vigo, 1948) es un articulista y escritor español que ha cubierto temas históricos relacionados con la Segunda República Española, la Guerra Civil Española, el franquismo y los movimientos políticos de ese período.
Participó en la oposición antifranquista dentro del Partido Comunista de España (reconstituido) o PCE(r) y de la organización terrorista GRAPO, de la que fue expulsado en 1977. A partir de este suceso, cambió sus anteriores posiciones políticas ultraizquierdistas para pasar a sostener posiciones políticas conservadoras y abiertamente filofranquistas.
En 1999 publicó Los orígenes de la guerra civil, que, junto con Los personajes de la República vistos por ellos mismos y El derrumbe de la República y la guerra civil, conforman una trilogía sobre el primer tercio del siglo XX español. Continuó su labor con Los mitos de la guerra civil, Una historia chocante (sobre los nacionalismos periféricos), Años de hierro (sobre la época de 1939 a 1945), Viaje por la Vía de la Plata, Franco para antifranquistas, La quiebra de la historia progresista y otros títulos. 

Su obra ha generado una gran controversia y suscitado la atención de un numeroso público, que ha situado a varios de sus libros en las listas de los más vendidos en España: su libro Los mitos de la Guerra Civil fue, con 150 000 ejemplares vendidos, número uno de ventas durante seis meses consecutivos.

jueves, 27 de octubre de 2016

Chianti (Vino de Hanibal Lester) a




El chianti (/ˈki̯anti/) es uno de los vinos tintos italianos más prestigiosos y conocidos en el mundo, forma parte del grupos de los vinos toscanos.

Históricamente se produce en tres aldeas en la provincia de Siena: Radda in Chianti, Castellina in Chianti y Gaiole in Chianti situadas en las Colinas del Chianti.

Desde 1932 la producción de Chianti se extendió a las provincias de Arezzo, Florencia, Pisa, Pistoia y Prato. Actualmente, el área del Chianti está dividida en ocho sub-áreas:

  • Classico,— que abarca parte de las provincias de Florencia y de Siena; Se identifica con un sello que lleva un Gallo negro, de ahí recibe su denominación de "Chianti Classico Gallo Nero".
  • Colli Aretini, en la provincia de Arezzo;
  • Colli Fiorentini, en la provincia de Florencia;
  • Colli Senesi, en la provincia de Siena;
  • Colline Pisane, en provincia de Pisa;
  • Montalbano, que abarca parte de las provincias de Pistoia y de Prato;
  • Montespertoli, en el territorio de Montespertoli, provincia de Florencia;
  • Rufina, en el territorio de Rufina (pronúnciese «Rúfina»), provincia de Florencia.
Los mejores vinos Chianti, producidos según la normas del Chianti Superiore, pueden adherirse a la denominación de Chianti Superiore.

Los vinos Chianti están elaborados con entre un 80% y un 100% de uva Sangiovese; las normas de producción difieren en cada sub-área y categoría, siendo las más blandas las del Chianti y las más severas las del Chianti Superiore; aunque puede contener hasta un 10% de variedades más afrutadas como el Cabernet Sauvignon, Merlot o Syrah.

Se presenta con diferentes variaciones cualitativas, entre las que generalmente se encuentran notas de ciruelas, con una ligera acidez que cambia a un sabor más dulce, similar al de las ciruelas cuando se elaboran de una manera más tradicional.


Chianti y el cine.

“ME COMÍ SU HÍGADO ACOMPAÑADO DE HABAS Y UN BUEN CHIANTI” (El silencio de los corderos, 1991. Jonathan Demme)

El silencio de los corderos (The silence of the lambs)

Estados Unidos, 1991

¿Qué vino bebió Hannibal Lecter en la novela?

Arte y entretenimiento, Noticias de celebridades y entretenimiento, Industria del entretenimiento, Industria del cine y la televisión / Clarice Starling, Hannibal Lecter, El silencio de los corderos, Thomas Harris / 27 de junio de 2022 / Por donna kiritaran
la novela de Thomas Harris, El silencio de los corderos es una obra de terror psicológico que llegó a la gran pantalla en 1991. La novela se publicó por primera vez en 1988. La adaptación cinematográfica fue un éxito. Pero, ¿sabías que en la novela, Hannibal Lecter bebió un vino diferente?

Hannibal Lecter no bebe Chianti con el hígado del censista en la novela original de “El silencio de los inocentes”, sino Amarone. A menudo se combina con despojos, similar al hígado y otros juegos de caza.

¿Qué es Amarona?

Hannibal Lechter es bastante gourmet. Sin embargo, sus preferencias por la carne eran un poco extremas, pero sus elecciones de vino revelan instintos enófilos precisos. La adaptación cinematográfica de la novela El silencio de los inocentes no le da el debido crédito. 

Ellos callados su pasión por el buen vino a un vino más común, Chianti. Su verdadero amor era un Amarone Della Valpolicella rojo mucho más oscuro.

Amarone Della Valpolicella, o simplemente Amarone, se produce en la región veneciana de Italia. Originalmente, el nombre Valpolicella tenía solo una región legal o DOC. Estos vinos se elaboran a partir de las uvas Corvina Veronese, Rondinella y Molinara. Sin embargo, surgieron dos subgrupos: Recioto, un vino dulce de postre, y Amarone, un vino tinto seco con mucho cuerpo.

Ambos vinos están hechos de uvas que han sido secadas en rack para resaltar sus sabores. Estos dos obtuvieron sus DOC en 1991. El área de tierra cubierta por estos tres DOC es la misma, pero los vinos producidos son muy diferentes.

Amarone es el cuarto vino más famoso de Italia, después de Chianti, Asti y Soave. Este buen vino tiene sabores a tabaco e higo y combina bien con caza y queso maduro. Por supuesto, Hannibal tenía sus habas. Mientras que algunos estilos pueden ser extremadamente amargos. (Fuente: Introducción al vino)

¿Por qué cambiaron el Amarone por Chianti?

Los productores de Hollywood decidieron cambiarlo porque Amarone no era tan popular y les preocupaba que los cinéfilos no entendieran que se refería al vino. Lo más probable es que fueran correctos. Incluso en Italia en ese momento, Amarone no fue un éxito fuera de la región de Veneto donde se produce.

En el libro, Hannibal se refiere a ella como un gran amarone, que es una descripción precisa de la mayoría de los Amarones. Con frecuencia son vinos grandes y potentes porque se elaboran con uvas que se han dejado en cámaras especiales de secado después de la cosecha hasta por cuatro meses, hasta enero o febrero. 

Como resultado, una cantidad significativa de agua se evapora de las bayas y el jugo contiene significativamente más azúcar y las sustancias que le dan cuerpo y aromas al vino. El resultado final es una concentración aromática notable y un grado alcohólico igualmente notable. Esa es también la razón por la que un Amarone puede sentirse un poco abrumador a veces.

No es el caso de este Amarone Della Valpolicella Classico Doc de David Sterza, una pequeña bodega con una excelente trayectoria de calidad y confiabilidad. Con 16% vol. de alcohol, no hay duda de que es grande. Sin embargo, también tiene una frescura inesperada en boca, con un bouquet complejo que incluye aromas ricos y especiados y fruta fresca. Así que este es un vino que es a la vez robusto y suave. (Fuente: Academia Vino)

Juicio final a Karl Marx, el diablo prusiano.-a


Karl Marx, el profeta fracasado


Una colosal biografía recoge las vidas de Marx en el bicentenario de su nacimiento: ese estudiante, periodista, agitador… que revolucionó el pensamiento del siglo XIX y que fue transmutado en máquina sobre la cual dogmatizar en el siglo XX


El éxito de Marx fue su desdicha. Y ese éxito fue obra del siglo que siguió a su muerte. Esa desdicha produce siempre, para cualquier autor, el imprevisto accidente de acabar triunfando como icono institucional. Y que su obra se mute, así, en doctrina sometida a la regulación disciplinaria de una Iglesia y de un Sacerdocio específicos.
Cuando muere, el 14 de marzo de 1883, Marx no es nada eso. Ni siquiera es un nombre internacionalmente demasiado conocido. Lo es sólo en el círculo muy restringido de la «Internacional Obrera», con la cual no siempre mantuvo las mejores relaciones. La boutade que en esos años lanza a amigos y enemigos, «yo lo único que sé es que yo no soy marxista», no podría ser leída aún como rechazo de movimiento constituido alguno. Es sólo la cautela de un hombre inteligente, que sabe hasta qué punto el sujeto que se toma demasiado en serio su propia identidad está a un paso de la idiotez o del manicomio.

Secreto desvelado

Pero la eclesialización va a consumarse pronto. Friedrich Engels, el amigo excepcional sobre cuyas espaldas correrá buena parte de la financiación de aquel hombre encerrado en la Biblioteca del British Museum a la búsqueda desesperada de la lógica inexorable del desarrollo capitalista, alzará acta del inicio de ese trastrueque del estudioso en autoridad sagrada. En agosto de 1895, el viejo autor del «Anti-Dühring», que había popularizado las difíciles tesis teóricas de su amigo, está agonizando. Antes de que todo acabe, juzga razonable desvelar un secreto que sólo con Karl Marx ha compartido. Hace llamar a la menor de las hijas de Marx, Eleanor, la Tussy que acompañó al autor de «El Capital» en sus últimos y desvalidos años.
Es hora, piensa, de que sepa que aquel a quien él ha inscrito como su hijo ilegítimo en el registro civil junto a su madre, Helene Demuth, es hijo, en realidad, de Karl Marx. Eleanor se encoleriza, cubre de invectivas al amigo moribundo, le acusa de mentir, envuelta en lágrimas. El viejo y paciente Friedrich Engels narra la escena, con desencanto, a su amigo Sam Moore: «Tussy quiere convertir a su padre en un ídolo». No lo era aún. Veintidós años después, la hagiografía soviética se encargaría de construir al milímetro tal icono y de regular metódicamente su idolatría.

Dos Karl Marx

Gareth Stedman Jones recoge -entre otras muchas- esa muy conocida anécdota en Karl Marx. «Ilusión y grandeza» (Taurus, 2018), su colosal biografía del comunista alemán que revolucionó el pensar del siglo XIX. Y que fue transmutado en máquina sobre la cual dogmatizar en el siglo XX.
Porque hay dos Karl Marx, en rigor. El primero nació hace doscientos años en Treveris, el 5 de mayo de 1818. Hijo de una familia funcionarial, la del abogado Heinrich Marx, judío descendiente de rabinos y converso al protestantismo, estudiante brillante que, en Berlín, aspira a una cátedra universitaria; y que, como tantos de su generación, verá sus aspiraciones rotas por un poder político despótico y ajeno a cualquier amago de libertad de pensamiento; que circulará por la Europa revolucionaria, en torno al gozne de 1848, hasta instalarse el calor de la Biblioteca en Londres, sin lograr salir jamás de la escasez extrema que define a la bohemia literaria de mediados de siglo; que verá morir, niños, a varios de sus hijos; y que, pese a todo, proseguirá una labor de estudio de la cual saldrá el libro más influyente de su tiempo, el inacabado «El Capital».

La hagiografía soviética se encargaría de construir al milímetro el icono

El segundo es el Marx de papel, ese que echa a rodar el libro I de su «Das Kapital», y que habrá de consumar una vida propia. La de un clásico del pensamiento, sí; un clásico como tantos otros -o como no tantos-, materia indispensable de lectura para los estudiosos del siglo en el que fue escrito. Pero también la vida de algo que iba, a partir sobre todo de 1917, a ser convertido en un Libro Sagrado: la referencia obligada -y casi nunca leída- de quienes optaban a entrar en la Iglesia Kominterniana. Un «libro profético» debe necesariamente haber sido escrito por «un profeta» -por «el profeta», en este caso-: la biografía de Marx -que todavía Franz Mehring había mantenido en términos equilibrados- entró a formar parte de ese género de religión popular que es el de las hagiografías. Y el brillante sabio bohemio fue convertido en un santo. Tanto cuanto la pobre Tussy -mujer de vida trágica que se cerró en suicidio- hubiera podido desear. Más aún, probablemente.

Trabajo minucioso

Gareth Stedman Jones sigue, con minucia de diseccionador, a lo largo de las casi novecientas páginas de su libro, los años que tejieron las sucesivas vidas de Karl Marx, ese Karl Marx estudiante, periodista, agitador, ratón de biblioteca… Es difícil que después de este libro suyo pueda aportarse nada relevante nuevo en cuanto a los datos personales del autor. Su infancia y su medio familiar nos son narrados con una exhibición de detalles hasta ahora desconocida. Y Stedman Jones evita siempre la tentadora argucia de amalgamar vida y obra, de tratar de dar razón del texto en función de las anecdóticas miserias de la vida de quien escribe. El historiador británico opta -y acierta- por ser descriptivo y distante. Y entiende que el valor académico de un texto es por completo independiente de lo que la posteridad haya hecho luego con su autor. La visión retroactiva mata el análisis de texto. Stedman Jones no es siquiera tentado por eso.

Una mala vida

Puede que al estudioso de Marx este libro no le aporte demasiado. Salvo pequeños detalles arrancados a los archivos, casi todo lo que aquí se cuenta es conocido. Pero agruparlo todo y darle esa forma casi novelística que es el mérito mayor de un buen estilo biográfico, es ya, de por sí, un logro de primer orden. Todo Marx está aquí. Todo el Marx que vivió, la mayor parte del tiempo, muy malamente. Ese Marx sobre cuya obra se alzaría la falsificación más poderosa del siglo XX. Pero, para esa hora, Marx llevaría ya un cuarto de siglo muerto.

«Karl Marx. Ilusión y grandeza». Gareth Stedman Jones
Biografía. Taurus, 2018. 888 páginas. 36,96 euros. E-book: 12,34 euros.

martes, 18 de octubre de 2016

El alumno modelo. Joseph Goebbels en sus diarios.-a

Caricatura de Arthur Szyk (1942) en la que se satiriza a los principales líderes de las Potencias del Eje (Goebbels se encuentra al centro, frente a Hitler), intercalados con figuras históricas, simbólicas y alegóricas, como la Muerte y Satanás.



El alumno modelo. Joseph Goebbels en sus diarios
por Jochen Köhler

Hay personas cuya vida se investiga del modo más intenso empezando por su final. Un caso típico ideal es el del político nacionalsocialista Joseph Goebbels. Cuando el 1 de mayo de 1945, en vista de la derrota total e inevitable, hace administrar veneno a sus seis hijos y comete después suicidio junto con su esposa Magda, aporta a su existencia lo último que le falta para convertirla en mito. Cuanto más insuperable el sacrificio, fríamente calculado, que incluye a toda su familia, tanto más imborrable parece el nombre que se inscribe en la Historia. Con este acto final, actúa por vez primera en contra de la orden del Führer, que dos días antes, y uno antes de su propio suicidio, le ha nombrado sucesor suyo como canciller del Reich. En el momento del mayor triunfo personal, que lo eleva sobre todos sus competidores de largos años, seguir viviendo deja de tener sentido para Goebbels. Sin el Führer, ese mito creado y propagado por él, solamente una cosa tiene importancia aún: estilizar su propia figura hasta alcanzar el mito del más leal de los leales. Es el único de sus paladines que sigue a Hitler a la muerte de forma casi inmediata.

Goebbels trabajó durante toda su vida en su autoestilización, incluso antes de encontrarse con el Nacionalsocialismo y con Adolf Hitler. Estilización que se encuentra documentada con detalle en su diario, que en alrededor de 75.000 páginas recoge el período comprendido entre el 17 de octubre de 1923 y el 1 de mayo de 1945. La historia de su llegada hasta nosotros es extravagante, y no podemos aquí más que resumirla con toda brevedad. Los primeros fragmentos del diario, correspondientes a los años 1925/26, se descubrieron casualmente en 1945. Editados en 1960 por Helmut Heiber, durante largo tiempo pasaron por ser la fuente más instructiva para la comprensión tanto de la personalidad de Goebbels como de las querellas intestinas del NSDAP en aquella época. Siguieron a éste otros hallazgos de textos, que se remontaban a los años 1942, 1943 y 1944. En octubre de 1972 aparecieron amplias copias de los diarios procedentes de fondos soviéticos, que llegaron a Alemania Federal a través de la RDA. Tras complicados y desagradables litigios en materia de derechos de autor, el muniqués Instituto de Historia Contemporánea (Institut für Zeitgeschichte) logró publicar en 1987 los fragmentos recogidos hasta la fecha y trabajosamente descifrados. De la edición se encargó la historiadora Elke Fröhlich.

El que tal edición, discutida en el gremio por sus muchas lagunas, llegara siquiera a existir se debe al proceder característico del diarista. Porque Goebbels mandó que se hicieran dos copias de su diario dictado y mecanografiado (1941-1945). Hacia fines de 1944, cuando el frente se acercaba cada vez más, Goebbels ordenó, primero, que se transcribiera su diario manuscrito (1923-1941), y poco después, dado que el trabajo avanzaba con demasiada lentitud, que se hicieran copias de todos los diarios con ayuda de las nuevas técnicas de microfilmación. Goebbels otorgó máxima prioridad a esta costosa acción. Sus notas eran más importantes para él que cualquier otro objeto de valor, más importantes incluso que su vida. Al fin y al cabo, su diario debía dar testimonio a la posteridad de la misión de su autor, de su Führer y del Nacionalsocialismo en la Historia Universal. Después de la guerra, las microfichas se consideraron desaparecidas e inencontrables.

Luego se produjo la sensación: en marzo de 1992, Elke Fröhlich descubrió en el Archivo Secreto del Estado de la Unión Soviética, en Moscú, 1.600 negativos en cristal con la filmación ordenada por Goebbels de sus diarios. Con ese hallazgo, se pudieron cerrar casi por completo las hasta entonces considerables lagunas del texto. Sobre la base ya indudable de las microfichas y de los manuscritos anteriores de idéntico texto, el Instituto de Historia Contemporánea pudo poner manos a la obra de editar todos los diarios de Goebbels siguiendo estrictos criterios científicos. Desde 1996 se dispone de la parte mecanografiada. La parte manuscrita, revisada poco a poco, de la que se disponen ya de los tomos 5 a 9, estará editada por completo, previsiblemente, en el año 2002.

[Para el gran público, en 1992 apareció en la editorial Hanser una edición de los diarios en cinco volúmenes, editada y dotada de útiles notas por Ralf Georg Reuth, que había escrito en 1990 una biografía de Goebbels. El hallazgo de Moscú llegaba para Reuth demasiado tarde como para ser adecuadamente tenido en cuenta. Se puede discutir por muchas razones la inevitable selección de los textos, que abarcaba más de 2.000 páginas impresas y por tanto una quinta parte del texto total, sobre todo porque se suprimieron numerosas anotaciones de importancia eminente en favor de otras de relativo interés histórico. Sin embargo, el éxito de ventas habla en favor de esta edición, económica y sin duda seria.]

Como ningún otro nacionalsocialista destacado, el diarista Goebbels permite acceder a sus inestables estados de ánimo, con frecuencia cambiantes, sus vivencias y crisis privadas, sus campañas, visiones e intenciones políticas, su relación con otros, especialmente con Hitler, y su convicción, imperturbable hasta su amargo final, de que el nacionalsocialismo era «la gran idea rotunda y victoriosa de nuestro siglo» (9.3.45). Consideraba su diario, destinado a la posteridad, una constante e incondicional obligación, de tal modo que a lo largo de dos décadas casi ningún día dejó de registrar una anotación. Se le reproche a Goebbels lo que se le reproche, como autor de diarios fue en extremo pertinaz, y se sometió voluntariamente al género con todas sus exigencias específicas: escribió personalmente hasta las cosas más íntimas, en ocasiones con brutal sinceridad y vulgar carencia de pudor, en parte levantando sencillamente acta del desarrollo de la jornada, en parte explicándolo y reflexionando acerca de él.

Sin duda, su desigual forma de escribir deja mucho que desear. A menudo emplea un estilo telegráfico, muchos pasajes están formulados con una torpeza que no permite reconocer al autor de unos discursos refinados y unos editoriales muy articulados, mientras algunos desparrames del doctor en Germanística resultan literariamente esforzados, pero hinchados, cursis y penosos. Tan burdas carencias literarias tienen también su lado bueno, porque dejan a los textos su espontaneidad apenas modulada. Por lo demás, Goebbels tenía el firme propósito de emplear su diario como cantera para libros de muy distinto cuño, como el best-seller De la cervecería Kaiserhof a la Cancillería del Reich, publicado en 1934 y rebosante de vanidad, y «reelaborarlo para posteriores generaciones» (30.3.1941).

Los diarios de Goebbels dan, por último, información sobre cuestiones discutidas durante largo tiempo: los nacionalsocialistas no se presentaron como los secretos autores del incendio del Reichstag, sino como sus sorprendidos beneficiarios. Goebbels no fue el inductor de las quemas de libros, que en todo caso aprobaba. Alrededor del 30 de junio de 1934, cuando Hitler dio la orden de asesinar a la cúpula de las SA y otros opositores, Goebbels estuvo en permanente contacto con su Führer, como inductor a todas luces temeroso, pero sólo moderamente informado. La noche del 9 de noviembre de 1938, Goebbels convocó por su cuenta y riesgo al pogrom antijudío que pasó a la historia con el nombre de «Noche de cristal» y cuyo control perdió por completo. La lectura atenta del diario revela que Goebbels intenta legitimar su exclusiva autoría intelectual sobre los excesos con la supuestamente rápida aprobación de Hitler.

¿Qué tal trata el autor a la verdad? En 1924/25 saluda a su diario como «padre confesor» y «médico de la conciencia», en 1937/38 lo contempla como «refugio». De hecho, en grandes tramos parece creíble, no censurado y concienzudamente informativo, a veces incluso prolijo. Goebbels no hace propaganda alguna ante sí mismo. Durante los «tiempos de lucha», Goebbels había recalcado explícitamente, en un discurso pronunciado el 9 de enero de 1928: «Es buena la propaganda que conduce al éxito», y no por ejemplo la inteligente, moral y veraz. Pero como «Ministro de Ilustración del Pueblo y Propaganda del Reich», siempre dio preferencia a la verdad –a menudo en dosis cuidadosas– frente a la mentira efectiva, cuando existía el riesgo de que la mentira tuviera repercusiones más nocivas.

Ya en 1940 advirtió a sus colaboradores contra la idea de dulcificar la guerra y alimentar en el pueblo la ilusión de que pronto terminaría con éxito. Cuando el jefe de prensa del Reich, Otto Dietrich, declaró apresuradamente ante representantes de la prensa nacional y extranjera, el 9 de octubre de 1941, que la Unión Soviética había sido definitivamente derrotada, Goebbels se puso furioso. Para él no había mayor estupidez que querer vender la piel del oso antes de cazarlo. Sólo se podían anunciar victorias cuando se hubieran alcanzado:
 «Hay que explicar con calma al pueblo alemán la gravedad de la situación», escribió el 12.12.42, cuando la catástrofe de Stalingrado era ya ampliamente previsible, y el 9.4.43 constataba en su diario: «En general, el pueblo es más inteligente de lo que se piensa». Sólo en los últimos meses de guerra el éxito alucinatorio recubre en Goebbels al fáctico.

Aunque el diarista se esfuerza por ser honesto, es víctima una y otra vez de vanidosos autoengaños. Jalea constantemente el éxito, supuesto y real, de sus discursos, artículos y medidas políticas, sobreestima desmesuradamente su popularidad y nunca quiere ver cuándo su amado Führer está, repetidas veces, extremadamente insatisfecho con él. Si hacemos una comparación con el diario del ideológico jefe nazi Alfred Rosenberg, su más abierto oponente y más perverso enemigo, estas discrepancias se ponen claramente de manifiesto. Por otra parte, en el diario de Goebbels se puede seguir con bastante precisión la poca estima en que tiene a Goering, Hess, Ley, Ribbentropp o la mayoría de los generales de la Wehrmacht, con los que no obstante establece cambiantes compromisos y alianzas de ocasión, y por qué manifiesta seguimiento y simpatía por otros, como es el caso de Gregor Strasser, por cuya ala «izquierda» se inclinó al principio dentro del partido. Junto a su natural arrogante, el diario desvela otros puntos débiles del carácter de su autor: su actitud fundamental, en parte cínica y en parte plañidera, sus arranques obsesivos y sentimentales en el campo del erotismo y el brusco cambio del aire protector a la brutalidad. Sin duda, la personalidad de Goebbels resulta mucho más accesible que la de Adolf Hitler, que siempre mantuvo ocultos a sí mismo y su escasa vida privada. De las «hojas de recuerdos» redactadas por Goebbels en 1924 y pensadas como preludio del diario, se pueden extraer características fundamentales de su niñez, su adolescencia y su época de estudiante: el origen pequeñoburgués, una «dolencia en un pie» que marca para siempre el destino del lisiado cojo, una «juventud desde entonces bastante carente de alegría» y la interminable «lucha con el sexo», que lo lleva casi a la locura. No cabe sorprenderse de que incluso años después este hombre físicamente desfavorecido exclamara en su diario «¡La vida es una mierda!».

Sería fácil explicar la carrera de Goebbels recurriendo al concepto de Alfred Adler de la supercompensación de un complejo de inferioridad. En favor de esto hablan también su vanidad narcisista, su arrogancia e hipersensibilidad a la crítica, propiedades todas que dejaron sin auténticos amigos al notorio marginal que fue desde niño y que, en realidad, siempre siguió siendo. «El Dr. G. no tiene ningún amigo, ningún compañero», anotaba triunfante Alfred Rosenberg en su diario en 1939, y añadía:
 «Hoy es […] el hombre más odiado de Alemania».

Aun así, los intentos de interpretación psicológica se quedan demasiado cortos. Más esencial es un fenómeno estructural: igual que la biografía de Hitler sólo gana sus contornos con la relación del Führer con la «comunidad de pueblos» alemana, la biografía de Goebbels ha de entenderse en primer término a través de su relación con el Führer. Hitler y Goebbels se utilizaron el uno al otro para llegar a ser lo que fueron. Se complementaron de forma ideal, con distintos puntos fuertes y distintos métodos incluso en el mismo campo de la retórica, la propaganda y la puesta en escena. Mientras Hitler apelaba, con instinto increíblemente certero, a los afectos y nostalgias de las masas, Goebbels tiraba con virtuosismo de todos los registros del arte de la persuasión. «Goebbels es uno de los oradores técnicamente más perfectos que jamás han utilizado la lengua alemana», juzga Helmut Heiber, cuya biografía de Goebbels de 1962 sigue siendo la más matizada. Hitler jamás tuvo que temer como competidor a su fiel «escudero». Y al menos de Goebbels se puede decir que su postura –patética y entregada– hacia Hitler apenas varió en el curso de los años.

Y eso que justo al principio de su relación casi se produjo la ruptura política, porque Goebbels se mostró completamente desilusionado con la «encarnación de nuestra fe y de nuestra idea» tras un congreso celebrado el 14.2.1926: «Hitler habla durante dos horas. Me siento abatido. ¿Qué Hitler es éste? ¿Un reaccionario? Fabulosamente torpe e inseguro […]. Ya no creo ciegamente en él. Esto es lo terrible: he perdido el apoyo interior. Sólo soy a medias» (15.2.26). Pero dos meses después ya están puestas las vías del futuro. Hitler ha reconocido con claridad las dotes y el valor de su futuro heraldo, y le llama a su lado. Su euforia no conoce límites:
 «¡Me pliego ante el más grande, el genio político!» (13.4.26); «Adolf Hitler, te quiero porque eres grande y sencillo al mismo tiempo. Eso es lo que se llama genio» (19-4-26).

 Este sometimiento alimentado de forma libidinosa y este servilismo de aire religioso se mantendrían.

El 12 de diciembre de 1941, Goebbels enumera en su diario sus cuatro principales servicios al partido, empezando por el último: Haber «creado el mito del Führer». De hecho, fue Goebbels el que implantó el apelativo «Führer» –al menos desde finales de 1931– como obligatorio para todos los militantes del partido. Incluso en su diario, en adelante ya no se habla como hasta entonces de «Hitler» o del «jefe», sino únicamente del «Führer». Naturalmente, no bastaba con este título, tan singular como sencillo. Hacía falta un refinado y permanente masajeo del «alma popular» para estilizar al Führer no sólo hasta convertirlo en exclusivo y único centro de la política del Tercer Reich, sino en albacea histórico y «mesías» de los alemanes. Satisfecho, el 4 de diciembre de 1938 Goebbels puede constatar en su diario «que Alemania se ha convertido en República del Führer para toda la eternidad». También la divisa unificadora y fórmula trinitaria «Un pueblo, un Reich, un Führer» procede de Goebbels, que jamás sentía pudor ante una creación lingüística o un eslogan.

Además, como Goebbels, atento lector de la Psicología de las masas de Gustave Le Bon, ha comprendido, se necesitaban escenificaciones arrolladoras: desde la fiesta integradora del 1 de mayo de 1933 y los congresos anuales del partido en Nuremberg, de megalómana organización, hasta el «Desfile del Führer» para celebrar el quincuagésimo cumpleaños de Hitler, el 20 de abril de 1939 ––pocos meses antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial–, pasando por las Olimpiadas de 1936, que embriagaron incluso al extranjero, «el Führer es festejado por el pueblo como ningún mortal ha sido festejado nunca […]. El público ruge de entusiasmo. Nunca he visto así a nuestro pueblo» (21.4.39).
 Creer en el Führer significa creer en los milagros. Todavía un mes antes de su muerte Goebbels confiaba a su diario:
 «Una alocución radiofónica del Führer tendría hoy el mismo efecto que una batalla ganada» (27.3.45). 
Hasta el final, Goebbels no perdió la esperanza, religiosa por así decirlo, de que cuando llegara el momento decisivo, la crisis y punto de inflexión de la Historia, el Führer «descendería de las nubes como un Deus ex machina» (28.3.45). Al final, el creador del «mito del Führer» fue una víctima enteramente consecuente de su propia invención.

Joachim Fest cree poder deducir de la afirmación de Goebbels: «Nunca he hecho mi propia política», que el Ministro de Propaganda carecía de sustancia política. Es un error. Ya en la temprana anotación de diario, que él cita: «Soy el más radical. De nuevo cuño. El hombre como revolucionario» (30.7.26), Fest hubiera podido ver que la «política propia» se muestra tanto en los métodos como en los contenidos. En el sentido en que él lo decía, Goebbels siempre siguió siendo «revolucionario radical», a pesar de toda su corrupción privada inducida por el poder. En su notable estudio Joseph Goebbels, un socialista nacional (1992), Ulrich Höver detalla cómo los historiadores y biógrafos han caracterizado casi sin excepción a Goebbels como «oportunista» –una etiqueta siempre recurrente–, «mecánico del poder falto de conceptos» (H. Heiber) o incluso como notorio «traidor». Desde luego, el propagandista jefe del Nacionalsocialismo no quería ser ni ideólogo jefe –para él esa función la ejercía Hitler, y no, por ejemplo, Rosenberg– ni un correligionario estrecho de miras, sino más bien un eficaz táctico político y un efectista malabarista de la palabra. Táctico no es lo mismo que oportunista.

Ulrich Höver encontró multitud de pruebas escritas para su tesis de que Goebbels se había atenido a su primitiva línea colectivista, anticapitalista y antioccidental. Sin duda, Goebbels despreció y odió toda su vida a la burguesía, a sus ojos egoísta, decadente e históricamente «agotada». Desde su época de jefe de distrito del NSDAP en Berlín, desde el que ganó para Hitler al proletariado local, tradicionalmente de izquierdas –su más asombroso logro político–, hasta las últimas semanas de la guerra, tras cuyo punto de inflexión abogó muchas veces por una paz separada con Stalin, defendió incesantemente lo que él entendía por un «socialismo nacional» que apuntaba al futuro. ¿Significa eso no querer «hacer una política propia»? Con ideas muy propias, Goebbels, que estaba llamativamente preocupado por su buena reputación en el extranjero, hubiera querido –incluso le hubiera gustado– todavía en 1944 ser ministro de Exteriores, lo que en todo caso jamás pasó por la mente de Hitler.
Para mantener su favor, Goebbels se tomó todas las molestias del mundo para ser, ideológica y metodológicamente, el alumno modelo. Mientras era el ministro más joven que había habido nunca en Alemania, fue, en un gabinete postergado por el Führer, el más intrigante de los sabelotodos, un repipi primero de la clase. «Durante aquel año [1933], Goebbels prácticamente dominó el gabinete. Superior intelectualmente a todos ellos, los vencía con facilidad en cualquier debate», dice David Irving en su biografía de Goebbels de 1996. En su propio departamento, puso con toda claridad el énfasis en la propaganda, mucho más que en una política cultural de irradiación mundial. Sobre todo, siguió siendo «el trompetero de Hitler» (H. Heiber).
Receptivo a las innovaciones técnicas, Goebbels pronto advirtió el inmenso potencial de la radio, que tenía por entonces apenas diez años, la más poderosa de las «armas espirituales del Estado totalitario», y dirigió rigurosamente ese instrumento hasta en los detalles de los programas. También «neutralizó» la prensa alemana, cuyos representantes en la diaria conferencia de prensa de las 12 podían coescribir los reportajes y comentarios que el ministro quería para cada página. Esa reglamentación, que no se detenía ni en la elección de los vocablos, no le impedía sin embargo criticar con cruel burla la monotonía de contenidos, sosez y aburrimiento de los periódicos.

Es interesante, como ya Ernest K. Bramsted señalaba en 1965, en su detallado análisis de la propaganda nacionalsocialista, que Goebbels dejara las riendas bastante sueltas al liberal Frankfurter Zeitung, tradicionalmente muy prestigioso, y le dejara pasar muchas cosas. Sabía que su lenguaje moderado, analítico y cultivado hallaba audiencia y aplauso en el extranjero, y lo usó por tanto como herramienta de su política exterior, hasta que en 1943 Hitler ordenó silenciarlo… «arbitrariamente», como Goebbels lamentó con franqueza en su diario.
Goebbels llevó a su culmen su tiranía sobre la opinión pública. Lo hizo todo para que el Nacionalsocialismo penetrara en el hogar y la familia, incluso si para ello el hijo tenía que desautorizar o incluso denunciar al padre. En una de sus campañas más espectaculares, la recolección de ropa de invierno para los soldados que sufrían en el frente oriental, inspirada por él a finales de diciembre de 1941 –«¡Dadles lo que sólo vosotros podéis darles!»––, interfiere masivamente en la esfera privada de sus «compatriotas», la vuelve del revés igual que un guante. Su propia vida privada estuvo siempre expuesta a la chillona luz de la opinión pública; la familia favorita de Hitler –con sus seis hijos–, escogida de antemano para ser enseñada, una de las más fotografiadas del mundo.
Cuando Magda, debido a las continuas aventuras eróticas del –según la vox populi– «semental de Babelsberg», considera la posibilidad de la separación, en 1938, Hitler da un puñetazo encima de la mesa, «pero es muy bondadoso y humano» (24.10.38). Así que el supuesto matrimonio modelo se mantiene. No pocos historiadores lo atribuyen a que Hitler apreciaba mucho, cuando no cortejaba, a la atractiva y mundana Magda Goebbels. Antes de suicidarse, le regaló su insignia de oro del partido. Goebbels era consciente de la excepcional relación entre su Führer y su esposa, y también de que podía conseguir más proximidad a su ídolo si el frecuentemente invitado «tío Adolf» se sentía bien, acogido y atendido en casa de la familia Goebbels.

Mucho menos consolidado ideológica y programáticamente que Hitler, su alumno modelo intentaba por así decirlo anticiparse a los proyectos de su maestro –incluso sin estar íntimamente convencido de ellos–, con lo que a veces provocaba el efecto contrario. Aunque su gusto artístico no era tan archiconservador y polvoriento como el de Hitler, hizo preparar para el poderoso pintor fracasado la «Exposición vergonzante de arte degenerado» que se inauguró en el verano de 1937. Es más que cuestionable que la masiva afluencia demuestre que los visitantes mostraban repugnancia ante las obras expuestas. Con menos habilidad actuó Goebbels, al que la religiosidad «enteramente anticristiana» (29.12.39) de Hitler imponía, en el curso de los «procesos contra los curas» puestos en marcha por él en 1937/38. Provocaron viva indignación entre la población, y el propio Hitler tuvo que poner coto a la campaña de persecución.
Goebbels se precipitó sobre todo en la «cuestión judía». Apenas nombrado ministro de Propaganda, Goebbels llamó al boicot de los comercios judíos, el 1 de abril de 1933. Esta misma acción resultó un error, porque los alemanes se mostraron mayoritariamente reservados o manifestaron su repugnancia. La «Noche de cristal» del 9 de noviembre de 1939, incitada con exceso de celo por Goebbels, en la que 200 sinagogas fueron destruidas, 7.500 comercios judíos fueron demolidos y casi cien ciudadanos judíos asesinados, resultó un fiasco para él. Goering, Hess e incluso Himmler desaprobaron tan costoso vandalismo, y Rosenberg anotó con satisfacción la reacción de Hitler, que le habían contado: 
«El Führer está profundamente conmocionado […], interiormente ha terminado con él [Goebbels]». 
Además, con esta acción Goebbels calculaba poder volver a ganarse al Führer, en extremo irritado por su relación con la actriz checa Lida Baarova. Un error de cálculo, tan grave que los hechos tienen que ser ocultados o suavizados, desfigurados y retorcidos en el diario: 
«[El Führer] está de acuerdo con todo» (11.11.38). 
El autor no estaba en condiciones de hacer una consideración sincera, que hubiera puesto al descubierto la debilidad de su propia posición, lo precipitado de las decisiones tomadas, el caos de los acontecimientos y las ásperas reacciones habidas.

Innumerables pasajes del diario documentan el decidido antisemitismo de Goebbels. Ya en 1924 recalca:
 «Nuestro peor enemigo en Alemania es el judaísmo» (4.7.24). 
Sin embargo, desde el punto de vista puramente personal y en los casos concretos, no tiene nada en contra de los judíos, y se burla de la fundamentación «teórico-racial» del antisemitismo calificándola de «razamanía» (20.12.30). Para él, el judaísmo simplemente encarna las perversiones del capitalismo. Por esa razón ve en la solución de la «cuestión judía» «el primer paso para la resolución de la cuestión social», la cuestión esencial de la época. Este paso no debería detenerse ni siquiera ante la aniquilación. Después de visitar el gueto de Lodz, el diario establece:
 «Esto ya no son hombres, son animales. Por eso, no se trata de una tarea humanitaria, sino quirúrgica. Hay que hacer incisiones aquí, y enteramente radicales» (2.11.39).
 Años después, echa la vista atrás y escribe, entre el lamento y el consuelo: 
«Tan sólo en la cuestión judía hemos llevado a cabo una política radical. Fue correcta» (4.3.44). 
Como antisemita convencido, Goebbels se mantiene fiel a sí mismo hasta el final.

Y entre tanto anhela la aprobación de Hitler, cuyo antisemitismo programático conoce por muchas conversaciones personales, y cuya «implacabilidad» en la «cuestión judía» el diario de Goebbels elogia con sorprendente condescendencia en la primavera de 1942: 
«Muy bien». Ya el 19 de agosto de 1941, Goebbels ha confiado a su diario que quiere «extraer las últimas consecuencias respecto al judaísmo». 
Así que ya no quiere dejarlo en la multitud de inhumanas vejaciones que ha ideado hasta ahora para los judíos que siguen en el Reich. Un día después se alegra de haber obtenido el permiso del Führer para implantar un símbolo para los judíos, la «estrella de David amarilla», y concluye con las palabras:
 «Será mi ambición no tener descanso ni reposo hasta que el último judío haya salido de Berlín» (20.8.41).
Cuando Goebbels da el 18.10.41 la orden de deportación de los judíos berlineses, Hitler no ha sido «ni preguntado ni informado», cree el historiador británico David Irving en su biografía de Goebbels, publicada en 1996. ¿Estaba el «Berlín sin judíos» pensado como regalo para Hitler? Tales iniciativas y un artículo en la renombrada revista goebbelsiana Das Reich de 16.11.41 –es decir, dos meses antes de la conferencia del Wannsee– son empleadas por Irving como pretexto para identificar a Goebbels como el orientador e inspirador de la «solución final de la cuestión judía». El esfuerzo revisionista de Irving, conocido hasta la saciedad, por eximir a Hitler por todos los medios de la culpa directa del Holocausto culmina en la afirmación: 
«Durante los nueve años siguientes, Goebbels fue el motor que impulsó a su más bien reticente Führer a emprender campañas cada vez más radicales contra los judíos». 
Un desplazamiento del peso fácilmente perceptible.
Una y otra vez, Goebbels resulta amargamente decepcionado por su mentor. Tiene que esperar más de un mes hasta recibir, el 13 de marzo de 1933, el ansiado puesto de ministro. En 1938, la relación entre Hitler y él ha alcanzado uno de sus puntos más bajos debido al eco público, extremadamente negativo, de los amoríos de Goebbels. Y con el principio de la guerra Goebbels, el civil e ignorante en asuntos militares, pasa cada vez más a segundo plano. Sólo la catástrofe de Stalingrado aproxima a Hitler y Goebbels, que exige impertérrito una «totalización de la guerra» que aún dista mucho de haberse hecho realidad. Hasta que ambos esperan como fantasmas la «muerte del héroe» en el bunker berlinés del Führer y Goebbels trata de insuflar valor recordando crisis superadas antaño y la actitud «estoica» del rey de Prusia Federico el Grande, salvado como de milagro:
 «Así tenemos que ser, y así seremos» (28.2.45).

Él no era así, y tampoco llegó a serlo. A Goebbels, el «socialista nacional» insuperable en su radicalidad verbal, los hombres le habían decepcionado gravemente. Al parecer, los alemanes convertidos por él a la verdadera fe no estaban dispuestos a sacrificar su vida por la «mayor idea» de la Historia de la Humanidad. En el fondo, siguió siendo el misántropo egocéntrico que –como constató Joachim Fest– sólo en su diario de 1925/26 hablaba en múltiples ocasiones de «esa canalla que es el hombre». Y también en eso se creía ratificado por su Führer: 
«No tiene en mucho al homo sapiens. No debería sentirse tan superior al animal. No tiene motivos para ello» (29.12.39).

Traducción de Carlos Fortea



La disputa por citar el diario de Goebbels
Redacción
BBC Mundo
18 abril 2015


Los responsables legales del patrimonio de Joseph Goebbles, quien fue jefe de propaganda de Adolf Hitler, demandaron a una editorial por el uso de extractos de sus diarios sin pagar las regalías.
La editorial Random House publicó una biografía de Goebbels, en la que cita numerosas partes del diario, cuyos derechos de autor tienen vigencia hasta finales de este año.
Un representante de Random House acordó inicialmente pagar el 1% del precio neto de la venta del libro.
Sin embargo, la editorial declaró el acuerdo nulo, alegando objeciones morales con el pago de las regalías a la albacea de un criminal de guerra.
Cordula Schacht, cuyo padre fue también ministro en el régimen nazi, es propietaria de los derechos de autor de los diarios de Goebbels.



Biografía

fotografía.

(Rheydt, Alemania, 1897 - Berlín, 1945) Político alemán. Hijo de una familia católica acomodada, recibió una educación esmerada y pronto destacó por su brillante inteligencia. Un defecto físico en las piernas le eximió de incorporarse a filas en la Primera Guerra Mundial. En 1921 se graduó en filología germánica por la Universidad de Heidelberg y trató de vivir como escritor y periodista, pero tuvo escaso éxito.
Paralelamente, sus puntos de vista fueron derivando hacia planteamientos cada vez más cercanos al nacionalsocialismo, hasta que acabó por ingresar en el partido nazi en 1923. Tras una rápida ascensión hacia la cúpula del poder, en 1926 fue nombrado Gauleiter (líder de zona) de Berlín, puesto en el cual empezó a dar muestras de su habilidad como orador provocativo y hábil propagandista en una serie de campañas locales.
En 1930 se convirtió en el jefe de la División de Propaganda; Goebbels trasladó su estrategia regional a un nivel nacional y sentó los principios de la manipulación de las masas a través de la propaganda. Con la llegada al poder de Hitler, fue nombrado ministro de Ilustración Popular y Propaganda, cargo desde el que trató de ganar la voluntad de los alemanes en favor del partido nazi.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su actividad propagandística se incrementó considerablemente, en un esfuerzo por mantener alta la moral del ejército y el pueblo alemán a lo largo del conflicto, al tiempo que justificaba las atrocidades cometidas por el régimen. En este sentido, se convirtió en uno de los más acérrimos defensores de los puntos de vista del nazismo y en el más cercano colaborador de Hitler. El hecho de que el curso de la guerra fuera definitivamente en contra del Reich no hizo más que acentuar su fanatismo. Por fin, ante la inminente caída de Berlín, envenenó a sus seis hijos antes de suicidarse junto a su esposa en el búnker de Hitler.



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