Lerroux y García, Alejandro. La Rambla (Córdoba), 4.III.1864 – Madrid, 27.VI.1949. Político y publicista republicano.
Nació en el seno de una familia modesta. El padre, Alejandro Lerroux y Rodríguez, era un militar del Cuerpo de Veterinaria, que había trabajado en su juventud de aprendiz de herrador y que con ahorros propios accedió a la Escuela de Equitación. Cuando Lerroux vino al mundo, su padre era ya capitán y estudiaba Medicina para promocionarse. Con el tiempo y no pocos sacrificios, don Alejandro estabilizaría una plaza de profesor de Veterinaria militar en Alcalá de Henares y alcanzaría el grado de teniente coronel. La madre, Paula García y González, era hija de un médico militar retirado de Benavente (Zamora). Conoció a su marido en esa misma ciudad, uno de los tantos destinos de don Alejandro. Lerroux fue el quinto de diez hijos. La prematura muerte de tres de los hermanos mayores y la temprana ausencia del primogénito, Arturo, un turbulento adolescente, hizo que Alejandro compartiera pronto las responsabilidades familiares. A esto se unió el desarraigo típico de los hijos de los militares: su lugar de nacimiento fue casual y hasta su emancipación, Lerroux vivió una docena de traslados. Alguna estabilidad encontró al lado de un tío cura, hermano de su madre, con el que permaneció dos años, pues doña Paula deseaba que su hijo entrara en el seminario. Frustrado este empeño, el padre intentó orientarle hacia el Derecho, sin resultado.
La vocación de Lerroux era la milicia, a imitación de su progenitor y su hermano Arturo. En 1882 completó el servicio militar, ascendió a cabo y se examinó para entrar como cadete en la Academia General de Toledo. Pasó las pruebas, pero con una calificación insuficiente para obtener plaza. Cuando al fin ampliaron el cupo, no llegó el dinero prometido por su hermano mayor para pagar el equipo y la pensión de la Academia. Desilusionado, desertó del Ejército. Aunque tuvo que ocultarse un tiempo, la amnistía por el nacimiento de Alfonso XIII le permitiría reintegrarse en 1886 a la vida civil. Pero las penalidades económicas no le abandonaron: alternó empleos breves, con momentos de apuro económico y desorientación.
En esos años, por influencia de su hermano, comenzó a frecuentar el casino del Partido Republicano Progresista. Dirigido por Manuel Ruiz Zorrilla, ex presidente del Consejo de Ministros con Amadeo de Saboya, este partido aspiraba a derribar la Monarquía constitucional reeditando una sublevación militar al estilo de la de 1868. Su red de apoyos en el Ejército lo convirtió en la principal amenaza contra la Restauración entre 1875 y 1886. El rotundo fracaso, ese último año, del pronunciamiento del brigadier Villacampa debilitó al partido, desgarrado además por las escisiones de quienes pretendían actuar en la legalidad. Fue en ese momento cuando Lerroux se integró en él. Su habilidad literaria y la recomendación de su hermano le abrieron camino hacia la redacción del diario El País, órgano del partido, en 1888. Ingresó también en la masonería, pero ésta le decepcionó enseguida. Aunque mantuvo vínculos con varias logias hasta 1934, Lerroux no pasó de “masón durmiente”, condición que le permitía, en todo caso, preservar su imagen en un momento en que republicanismo y masonería eran uña y carne.
Como publicista encontró su verdadera vocación. En 1890 era periodista de plantilla y encargado de la información política nacional. Tres años después, su dinamismo, buena pluma y, también, su destreza en los duelos, donde finiquitaban no pocas polémicas periodísticas de entonces, convencieron al dueño de El País, Antonio Catena, para nombrarle director. Lerroux orientó un diario acostumbrado al proselitismo faccional y a la relación de actos de partido, al periodismo de escándalos. Inmoralidades administrativas y situaciones de explotación laboral ocuparon cada vez más espacio en las galeradas. Eran un medio de deslegitimar la Monarquía constitucional y de abrir el periódico a todo movimiento de izquierda contrario al liberalismo, especialmente al obrerismo socialista y anarquista. Jóvenes literatos anarquizantes como Azorín, Maeztu o Valle-Inclán, colaboraron asiduamente en El País. El amarillismo informativo convirtió esta cabecera política en la tercera más leída de España. La campaña que a Lerroux le abrió las puertas de la política nacional comenzó con la denuncia de supuestas torturas y maltratos en la cárcel de Montjuich a los anarquistas procesados por los atentados de Barcelona en 1895 y 1896. Cuando aquélla se amplió a la petición de una amnistía, varios sindicatos de la ciudad condal decidieron presentar a Lerroux como candidato a las elecciones generales de 1899, pero no obtuvo el escaño. Para entonces, ya había consolidado su economía doméstica y pudo casarse con Teresa García y López de Selalinde, de familia modestísima. Sin descendencia, Lerroux adoptó a la muerte de su hermano Aurelio a uno de sus hijos, que conservó el nombre paterno.
Una nueva escisión dentro del partido, a la que se sumó Catena, le hizo perder la dirección de El País. Lerroux quedó encargado del nuevo órgano, El Progreso, y en 1901 los republicanos de Barcelona y los sindicalistas afines volvieron a presentarlo como candidato a diputado. Esta vez obtuvo el escaño y hasta superó en votos a viejas glorias como Francisco Pi y Margall y Nicolás Salmerón. Su éxito electoral le condujo a afincarse en la ciudad condal. Pronto se convirtió en la gran esperanza de futuro de un movimiento en horas bajas. Director de La Publicidad, el órgano más importante del republicanismo barcelonés, Lerroux se dedicó a renovar la organización y sus banderas doctrinales. Convirtió la máquina electoral que le sirvió para entrar en las Cortes en una estructura estable. Con ella, y hasta 1907, se impuso en todas las elecciones en Barcelona. A ello contribuyó el dominio del consistorio, que le permitió obtener los recursos con los que solidificar y ampliar el partido. Lerroux impulsó la apertura de nuevas Fraternidades Republicanas y de una enorme Casa del Pueblo, sociedades que pretendían reunir a republicanos y sindicalistas de izquierda. Esta red societaria suministraba a sus afiliados servicios escolares, de ocio, empleo y hasta cooperativas de consumo, que servían para fijar el voto. En el Congreso de los Diputados, Lerroux trató de representar los intereses de las sociedades obreras: se centró especialmente en la mejora de las condiciones laborales en fábricas y minas. Era otra faceta de la batalla que mantenía por republicanizar el movimiento obrero y orientarlo por vías políticas y electorales, una labor que le conllevó la animadversión de los socialistas y los anarquistas. Los segundos impugnaban la politización del sindicalismo, que adormecía sus ínfulas revolucionarias. Los primeros rechazaban la interposición de un “partido burgués” en un movimiento que, en su opinión, debía ser estrictamente “de clase”, esto es, monopolizado políticamente por el PSOE, que era la organización política que representaba los intereses de la UGT.
La renovación del republicanismo en términos obreristas la hizo Lerroux a la vez que articulaba un discurso españolista dirigido a contrarrestar la pujanza de la Lliga, el primer partido nacionalista catalán. La construcción de un potente partido y el encadenamiento de victorias electorales redefinieron la estrategia primigenia del joven dirigente progresista. Lerroux comenzó a retrasar ad calendas graecas los planes para derribar mediante un movimiento revolucionario a la Monarquía constitucional. Escarmentado por los constantes fracasos de esa estrategia, y decidido a no arriesgar lo conseguido, se convenció de que nada podría hacerse hasta que los militares, pieza básica de esa revolución de tintes “zorrillistas”, no se sumaran significativamente.
El partido republicano barcelonés era, además, la joya de la corona de la nueva Unión Republicana de 1903, el enésimo intento por reunificar en un partido a las fracciones republicanas. Lerroux tuvo parte muy activa en su constitución, hasta el punto de convertirse en el lugarteniente y casi en el sucesor natural del viejo Nicolás Salmerón, jefe de la UR. El entendimiento se rompió tras la inopinada alianza de Salmerón con la Lliga en la Solidaridad Catalana de 1907. El primero pretendía encauzar las aspiraciones catalanistas hacia el cambio de régimen. Pero la Lliga era el adversario más caracterizado de un Lerroux que, antes de aliarse con los nacionalistas, prefirió marcharse de la UR. Con la organización de Barcelona y los núcleos antisolidarios del resto de España que le siguieron fundó, en 1908, el Partido Republicano Radical, la formación que lideraría hasta su muerte. Pero en las elecciones de 1907, la Solidaridad había ganado las elecciones en Barcelona y Lerroux se quedó sin acta. Perdida la inmunidad parlamentaria, se le reactivaron varios procesos abiertos por delitos de imprenta. Condenado a dos años y cuatro meses de prisión, la eludió marchándose a Francia y, desde allí, a Argentina. En el extranjero residiría hasta octubre de 1909, ajeno a la participación de sus radicales, junto los republicanos catalanistas, los socialistas y los anarcosindicalistas, en la insurrección de ese año, conocida como la “Semana Trágica”. Dedicado a la recaudación de fondos para su partido y a los negocios eléctricos y de atracciones de feria, Lerroux amasó alguna fortuna, que le permitió instalarse definitivamente en Madrid. En las elecciones de 1910 asoció a su partido a la Conjunción Republicano-Socialista. Pero la nueva reunión de los republicanos duró poco: en un debate parlamentario sobre las inmoralidades de los radicales en el ayuntamiento de Barcelona, Lerroux se vio abandonado por sus socios de coalición, y rompió con ellos.
La asidua colaboración de Lerroux con los gobiernos de Canalejas, Romanones y Dato marcó el comienzo de un proceso de avenencia con la Monarquía constitucional. Las ambivalencias revolucionarias se mantuvieron en coyunturas específicas como los meses posteriores a la insurrección que acabó con la Monarquía en Portugal (1910) o el plante militar de las llamadas Juntas de Defensa (1917), que el jefe radical apreció como la oportunidad tan esperada de desligar a los militares del régimen constitucional. Pero el fracaso de la huelga revolucionaria de agosto de 1917, la instauración del bolchevismo en Rusia, y el hundimiento de los radicales en las elecciones de 1918, en las que Lerroux perdió el escaño, consolidaron su abandono del republicanismo de izquierdas. Adoptó posiciones inequívocamente liberales y ensayó un posibilismo que le permitiera, andando el tiempo, gobernar con la Monarquía. Sus relaciones con Alfonso XIII, con quien se encontró varias veces, eran cada vez más cordiales. Intensificó la colaboración con los partidos constitucionales y, especialmente, con las fracciones liberales, para anudar una alianza que le permitiera integrarse en el ala izquierda de la Monarquía. Ese giro moderado rindió buenos frutos electorales entre 1919 y 1923. Permitió a Lerroux liderar otro intento de reunificación del republicanismo en torno a la Democracia Republicana de 1920, que sirvió para reforzar las posiciones del Partido Radical. La interrupción del constitucionalismo tras el pronunciamiento de Primo de Rivera en septiembre de 1923 frustraría, empero, esta evolución.
Para Lerroux, era indudable que la Dictadura conllevaría, a plazo fijo, la proclamación de la República. Obsesionado con sortear cualquier bandazo revolucionario y con la necesidad de convencer a los militares de que el cambio de régimen tuviera carácter pacífico, suspendió sus actividades políticas y no se opuso de primeras a Primo de Rivera. En aquella época, las dictaduras no se entendían como regímenes políticos, sino como situaciones de excepción, paréntesis constitucionales con fecha de caducidad que servían para salvar coyunturas políticas críticas. Además, el general se había presentado como el “cirujano de hierro” costista, un discurso del gusto de un Lerroux imbuido del ideal regeneracionista. Pero todo cambió en el verano de 1924, cuando el jefe radical se cercioró de que Primo de Rivera aprovechaba la Dictadura para sustituir el régimen constitucional y adquirir ventaja política en el nuevo orden, especialmente al erigir desde el Poder un partido propio: la Unión Patriótica. Lerroux se enroló, así, en las conspiraciones constitucionalistas. En febrero de 1926 intentó unir al republicanismo en una nueva agrupación, la Alianza Republicana, en la que participaron varios ateneístas como Manuel Azaña. Pero cuando Lerroux trató de asociarla a un acuerdo con los partidos monárquico-constitucionales sufrió las clásicas escisiones: de la de 1929 nacería un Partido Radical-Socialista.
La caída de la Dictadura en 1930 y la formación de un gobierno de concentración conservador presidido por Dámaso Berenguer propiciaron que los monárquicos se apartaran de la conspiración. Un aislado Lerroux decidió sumar su Alianza a una renovada Conjunción Republicana, formalizada el mes de agosto en el pacto de San Sebastián. Formaban junto a él los radical-socialistas, el catalanismo republicano y la Derecha de Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura, un nuevo partido formado por antiguos monárquicos. En octubre se incorporaron el PSOE y la UGT. La Conjunción nombró un Comité Revolucionario para preparar una insurrección que permitiera proclamar la República. El escepticismo de Lerroux respecto del método insurreccional impulsó a sus aliados a aislarle de esos trabajos. La postergación se evidenció más aún cuando el Comité Revolucionario se autoascendió a Gobierno Provisional de la República. Pese a que Lerroux era por entonces el patriarca del republicanismo histórico y el jefe del partido republicano más numeroso, fue apartado de la Presidencia o de las carteras más relevantes, como Gobernación o Guerra. Se le encomendó el Ministerio de Estado, las relaciones exteriores, para las que Lerroux carecía de preparación y que le sustraían de la política interna.
Inhibido de los trabajos conspirativos, Lerroux no participó en la sublevación de Jaca y Cuatro Vientos de diciembre de 1930, aunque sí lo hicieron militantes de su partido. En calidad de miembro del Comité Revolucionario hubo de ocultarse de la policía y no participó en las propagandas que dieron a la Conjunción Republicano-Socialista un exitoso resultado en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, bien que ceñido al grueso de las capitales de provincia. Este triunfo dio ambiente a una inesperada ruptura revolucionaria: el 13 y el 14 se produjo la ocupación sucesiva de varios ayuntamientos y diputaciones por los dirigentes provinciales de los partidos republicanos y el PSOE, secundados por manifestaciones multitudinarias. La fuerza pública se abstuvo de intervenir y el gobierno de concentración monárquica, presidido por el almirante Aznar, acordó no resistir, aconsejar a Alfonso XIII que se ausentara de España y entregar el Poder al Comité Revolucionario. Lerroux pudo salir del piso donde permanecía oculto la sobremesa del 14 de abril, requerido por sus compañeros del Gobierno Provisional para que proclamara con ellos la República en la Puerta del Sol. A sus 67 años pudo proclamar en España, al fin, la forma de gobierno a la que se había adscrito desde su juventud.
Muy penetrado del ideal armonicista, tan caro al principio republicano de la fraternidad, Lerroux consideraba la República como la oportunidad de eliminar las divisiones y la conflictividad social que creía que propiciaron el fin del constitucionalismo monárquico y la llegada de la Dictadura. Su instrumento sería un Estado interventor que salvaguardara la libertad, consolidara la igualdad civil y procurara cierta equiparación material, asegurando unos mínimos de subsistencia y acelerara la difusión de la cultura entre los españoles. El Estado debía ser también difusor de un nuevo patriotismo que fundiera España y la República, para el viejo Lerroux la encarnación del gobierno del pueblo, pero encauzado en una democracia representativa. Ello crearía un orden moral que haría innecesaria toda apelación revolucionaria. Con todo, el jefe radical era, desde hacía años, liberal antes que republicano. Su Estado interventor no debía cuestionar la propiedad privada o la libre empresa. Tampoco cabía construir la República rompiendo con la experiencia constitucional española. Por el contrario, valoraba los logros de la Monarquía constitucional de 1876 en términos de libertad y estabilidad, y concebía su pactismo originario como un referente válido para la República. Ésta no debía enmendar al liberalismo español, como pensaban Azaña y otros dirigentes de la izquierda republicana, sino ante todo recuperar las libertades civiles y el principio parlamentario abolidos por Primo de Rivera. Y esa recuperación era en beneficio no sólo de los republicanos, sino de todos los españoles. Precisamente porque la República encarnaba un ideal de patriotismo y fraternidad social, no debía ser exclusiva de nadie.
El discurso lerrouxista tuvo cierto refrendo en las elecciones a Cortes constituyentes de junio de 1931: la Alianza Republicana sobrepasó los 120 escaños y el propio Lerroux obtuvo cinco actas de diputado y fue el dirigente político más votado. Pero conllevó también que la izquierda republicana se alejara del Partido Radical. El núcleo que, dentro de la Alianza, seguía a Azaña se separó de Lerroux y conformó una mayoría parlamentaria con los radical-socialistas, los republicanos catalanistas y gallegos, y el PSOE. Ese bloque condicionó el desplazamiento de la nueva Constitución a la izquierda, especialmente en cuestiones como la expropiación sin indemnización, la supeditación de la Iglesia al Estado, las restricciones a las actividades y la misma pervivencia de las órdenes monásticas, la equiparación jurídica de varias reivindicaciones económicas a los derechos civiles, las autonomías políticas, el unicameralismo, la debilidad del poder ejecutivo o el desequilibrio general de los poderes a favor del Parlamento. El Partido Radical votó la Constitución para reafirmar que estaba dentro, y no fuera, del sistema. Pero Lerroux ya abogó desde diciembre de 1931 por la necesidad de revisarla y, hasta entonces, de flexibilizar su aplicación en las cuestiones más controvertidas, para evitar lanzar al grueso de los partidos conservadores a extramuros de la República. El problema religioso había roto la misma Conjunción, al dimitir el presidente del Gobierno Provisional, Alcalá-Zamora, y su ministro de la Gobernación, Maura.
Para entonces, el objetivo de Lerroux estribaba en construir una alternativa de centro-derecha que federara a los partidos republicanos moderados en torno al Partido Radical. Esta agrupación debía atraer también a los republicanos de izquierda más afines. De ese modo, se rompería la coalición que, desde octubre de 1931, mantenía a Azaña en el poder, y se podría constituir a otro gobierno presidido por Lerroux para disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. La política de atracción del centro-izquierda, aunque logró dividir al radical-socialismo, no salió bien. De hecho, la coalición republicano-socialista no se disolvió hasta septiembre de 1933 y perduraron hasta entonces tanto las Cortes constituyentes como el gobierno Azaña. Mejor fue la política de ampliación por la derecha. El Partido Radical se convirtió en el eje de la oposición republicana a partir de 1932. Sus 89 escaños no se correspondían adecuadamente con la fortaleza del partido fuera de las Cortes, que absorbió al grueso de las organizaciones liberales que formaban la izquierda de la Monarquía constitucional. Cuando en 1933 se convocaron dos elecciones de carácter nacional –unas locales parciales y otra de vocales para el Tribunal de Garantías Constitucionales–, quedó claro que los radicales eran el primer partido de España. Pero la primacía de Lerroux en el centro-derecha se vio igualmente amenazada con la reunión de los conservadores en la CEDA en marzo de 1933, al calor de la protesta contra las políticas del gobierno Azaña, que los católicos recusaban por su laicismo y su carácter socialista.
La Constitución había consagrado una República mixta, donde el jefe del Estado ponderaba los cambios en la opinión pública y en las mayorías parlamentarias y, conforme a ellos, nombraba y separaba libremente al presidente del Consejo de Ministros. Y como los dos episodios electorales mencionados mostraban un desvío inequívoco del electorado respecto de las Cortes y el ejecutivo de izquierdas, el presidente de la República, que lo era Alcalá-Zamora desde diciembre de 1931, retiró la confianza a Azaña para encargar a Lerroux, en septiembre de 1933 y por vez primera, la formación de un gobierno. Éste compuso una coalición entre radicales y republicanos de izquierda que duró menos de un mes, pues dimitió al observar que sus propios aliados se sumaban en las Cortes a una “moción de desconfianza” promovida por los socialistas. Acreditada la imposibilidad de un gobierno con mayoría en ese Parlamento, Alcalá-Zamora decidió disolverlo y que un ejecutivo de concentración republicana presidido por Diego Martínez Barrio, lugarteniente de Lerroux, convocara elecciones legislativas en noviembre de ese año. Éstas otorgaron la victoria a una coalición de monárquicos y conservadores posibilistas liderada por la CEDA. El Partido Radical subió al centenar de escaños, pero quedó en segundo lugar.
La mayoría parlamentaria de quiénes dos años antes habían concurrido como monárquicos en las elecciones municipales de 1931 pudo haberse interpretado como un plebiscito contra la República. El jefe radical lo impidió al desvincular de la coalición vencedora a los partidos liberales y católicos, con la finalidad de que el resultado sólo pudiera estimarse como un cambio de orientación dentro del régimen. Para ello, Lerroux se propuso demostrar que dentro de la República cabían políticas distintas, incluso una revisión constitucional que la afirmara como democracia liberal, abierta a todos los partidos que respetaran sus procedimientos. Logró su objetivo al desligar a la CEDA, al catalanismo conservador de la Lliga y a los liberales agrarios, que se unieron a los radicales y a los liberal-demócratas de Melquíades Álvarez en un nuevo bloque de centro-derecha. Éste gobernaría la República desde diciembre de 1933 hasta el mismo mes de 1935. Lerroux fue su figura más representativa, pues presidió el gobierno de diciembre de 1933 a abril de 1934, y de octubre de 1934 a septiembre de 1935. También ocupó las carteras de Guerra –noviembre de 1934 a abril de 1935– y de Estado –septiembre a octubre de 1935–.
Pero la atracción de la derecha posibilista fue recusada duramente por los socialistas y la izquierda republicana, que la consideraban una traición a las esencias del régimen contenidas en la Constitución de 1931, y que Lerroux pretendía abolir con su reforma. También encontró oposición dentro del Partido Radical. En marzo de 1934, su ala izquierda, liderada por Martínez Barrio, se marchó del partido con otros diecisiete diputados. Tampoco convencía del todo a Alcalá-Zamora. Aunque el presidente era un entusiasta de la reforma constitucional y nada oponía a la integración de la Lliga y los agrarios, desconfiaba de la CEDA y dudaba del compromiso con la República de su líder, José María Gil-Robles. Sin embargo, accedió a que en octubre de 1934 entraran tres ministros de ese partido en un nuevo gobierno de Lerroux. Ese fue el pretexto elegido por la izquierda republicana para romper toda relación con el nuevo gobierno, mientras la Alianza Obrera –formada por socialistas, comunistas y un sector del anarcosindicalismo– se levantaba en armas contra él. A la insurrección también se sumó la Esquerra Republicana, que entonces gobernaba la autonomía catalana. La acción armada tuvo derivaciones muy graves en regiones como Asturias y Cataluña, y en provincias como Madrid, Guipúzcoa, León, Palencia o Vizcaya. El abultado balance de víctimas lo convirtió en el episodio más violento en sesenta años.
El hecho de que Lerroux venciera la insurrección con eficacia, notable proporcionalidad en el uso de la fuerza, y manteniendo con firmeza la vigencia del régimen constitucional, catapultó al jefe del Partido Radical a su máximo de popularidad. Con ese aval, continuó adelante con su plan de liberalizar la República y ensanchar sus bases de apoyo. Con el asentimiento de Alcalá-Zamora, en julio de 1935 presentó a las Cortes un proyecto de reforma constitucional que mantenía la separación de la Iglesia y el Estado, pero abolía las restricciones legales para el libre desenvolvimiento de aquélla y establecía firmemente la libertad de cultos. Además, abolía las expropiaciones sin indemnización, establecía mecanismos para obstaculizar la instrumentalización partidista de las autonomías, recuperaba un remozado Senado, y equilibraba los poderes del Parlamento y el presidente de la República, al tiempo que delimitaba las funciones ente este último respecto del Consejo de Ministros. Este proyecto había venido precedido, desde diciembre de 1933, de nuevas disposiciones sobre jurados mixtos, contratación laboral, enseñanza religiosa, haberes del clero, reordenación sanitaria o ayuntamientos que corregían en sentido liberal las aprobadas en el bienio de izquierdas. La reforma debía, además, complementarse con una nueva ley provincial y otra electoral, que aminorara los efectos del sistema hipermayoritario vigente desde mayo de 1931. Aunque comparativamente la política internacional nunca fue una cuestión prioritaria para los gobiernos republicanos, Lerroux era un entusiasta de la Sociedad de Naciones, a cuyas reuniones asistió como ministro en 1931, y un francófilo convencido. Apasionado de la acción española en Marruecos, algo que le singularizó dentro del republicanismo, las buenas relaciones con Francia permitieron a su gobierno, en abril de 1934, incorporar a España el enclave de Ifni.
Pero la gestión de los radicales se vino abajo cuando, en septiembre y noviembre de 1935, se hicieron públicos sendos escándalos que afectaban a políticos de tercera fila del Partido Radical. El del “Estraperlo” le dañó especialmente porque su hijo Aurelio fue acusado de tráfico de influencias en grado de tentativa, por sus gestiones para que el gobierno autorizara el juego de ruleta que dio nombre al escándalo. El segundo, conocido como “Tayá-Nombela”, no fue un caso de corrupción. Fue una controversia parlamentaria suscitada por un intento frustrado de indemnizar al naviero Antonio Tayá en cumplimiento de una sentencia del Tribunal Supremo, pero sin el acuerdo formalizado del Consejo de Ministros. Alcalá-Zamora, que había filtrado ambas denuncias para forzar la salida de Lerroux del gobierno, se negó a traspasar el poder a Gil-Robles. Encargó un gobierno de gestión al liberal independiente Manuel Portela, disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones para febrero de 1936. El jefe del Estado quería que Portela patrocinara desde el poder un partido de centro que permitiera al presidente controlar la formación de gobierno en las futuras Cortes. Este proyecto fracasó antes de que se abrieran las urnas, pues la mayoría de los partidos moderados se agruparon en dos grandes coaliciones: una de izquierda, el Frente Popular, que se extendía desde el centro-izquierda republicano hasta los partidos comunista y sindicalista; y otra de derecha, el Bloque Antirrevolucionario, que agrupaba con menor cohesión todo el espectro político desde los republicanos radicales y liberal-demócratas hasta los tradicionalistas.
Los resultados electorales estuvieron sujetos a controversia. La noche de la jornada electoral, 16 de febrero, desordenadas concentraciones de partidarios del Frente Popular se apostaron junto a los centros oficiales, pretextando la celebración de la victoria en la mayoría de los distritos urbanos. A las pocas horas, esas manifestaciones proclamaron la victoria completa y exigieron la amnistía para los revolucionarios de 1934, la entrega de los ayuntamientos y, la tarde del 17, el traspaso del poder a un gobierno de izquierdas. El reguero de violencias entre la madrugada del 16 y la mañana del 19 propició la precipitada dimisión de Portela. Como ninguno de sus hombres de confianza aceptaba sustituirle, Alcalá-Zamora decidió recurrir a Azaña. Para entonces el resultado electoral era equilibrado, sin mayorías absolutas, con una leve ventaja en votos de las derechas y otra en escaños para las izquierdas. Durante el traspaso de poderes, las autoridades interinas del Frente Popular proclamaron la victoria de sus respectivas candidaturas en aquellas provincias donde los recuentos no habían finalizado. Con esos escaños, y tras doce días de recuento, las izquierdas se aseguraron la mayoría en la primera vuelta.
Lerroux, al tanto de lo sucedido, aconsejó a Alcalá-Zamora no entregar el poder a Azaña hasta que se completara el recuento. Pero las elecciones le dejaron sin escaño y, excluido del Parlamento, lo fue también del primer plano político los meses previos a la Guerra Civil. Enterado, el 13 de julio, del secuestro y el asesinato del líder monárquico José Calvo Sotelo por policías y escoltas socialistas, el jefe radical decidió marcharse un tiempo a Portugal. Desde allí presenció la sublevación de una parte del Ejército contra el gobierno del Frente Popular. Convertida ya en guerra abierta, Lerroux expresó públicamente su apoyo al bando nacional, cuyo gobierno lideraba entonces Miguel Cabanellas, un general de su partido. Sin embargo, su desapego hacia la creciente influencia de Falange y el carlismo le suscitó, junto a su pasado de izquierdas, problemas con las nuevas autoridades. Finalizado el conflicto, éstas no le permitieron volver a España. Se le abrieron dos procesos, uno político y otro por pertenencia a la masonería, de los que salió absuelto. Pero sólo se le autorizó a regresar en 1947. Apartado de toda actividad política, Lerroux moriría en Madrid dos años más tarde, a la edad de ochenta y cinco años.
Obras de ~: Historia de Garibaldi, Barcelona, Toledano, López y cía, 1904; Mi Evangelio, Barcelona, Fraternidad Republicana, 1906; De la lucha, Barcelona, Granada y cía, 1909; Ferrer y su proceso en las Cortes, Barcelona, El Anuario, 1911; La verdad a mi país. España y la guerra, Madrid, Viuda de Pueyo, 1915; Las pequeñas tragedias de mi vida. Memorias frívolas, Madrid, Huelves y cía, 1930; Al Servicio de la República, Madrid, Javier Morata, 1930; Trayectoria política, Madrid, s.e., 1932; La pequeña historia, Buenos Aires, Cimera, 1937; Mis memorias, Madrid, Afrodisio Aguado, 1963.
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Don Alejandro es uno de los grandes personajes de la historia de España, fue uno pocos lideres republicanos de la segunda república , que no termino asesinado, exiliado, y murió reconciliado con la Iglesia y sociedad política de su época, su funeral fue estado de primera clase, con toda pompa y Elogio fúnebre de principales autoridades y políticos de su época.
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