viernes, 3 de noviembre de 2017

Las tres novias del galán José Antonio Primo de Rivera.-a


Pese a ser uno de los personajes más estudiados en la historia de España, la aureola mítica con la que se ha cubierto a José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, fundador de la Falange Española, desvirtúa su eminente figura de «un hombre como todos los hombres», en palabras de su hermana Pilar. José Antonio fue, como recordaba Pilar, un hombre «capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos». Un hombre, muy hombre, en toda la extensión del término, que supo amar como el que más a una mujer en especial. Flaco favor han hecho a su legado quienes, creyendo rendir con su sigilo el mejor tributo al biografiado, callaron sus conquistas sentimentales y exageraron otros detalles de su vida. José Antonio se enamoró de Cristina de Arteaga, hija de los duques del Infantado, a la que conoció siendo un veinteañero; nada más verla, se sintió deslumbrado por su belleza, pero pronto reparó en que era una mujer muy inteligente y culta, además de una excelente oradora ante la que también había sucumbido Emilio Castelar, quien, tras escucharla, dijo inspirándose en ella: «El mundo está gobernado por faldas». La ingenua relación de los dos jóvenes duró poco tiempo, hasta que Cristina de Arteaga, que barruntaba ya entonces su verdadera vocación, decidió consagrar su vida a Dios como religiosa de la Orden de las Jerónimas; hoy, su abnegada entrega aspira al reconocimiento universal en los altares. José Antonio conoció entonces al gran amor de su vida, Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna. Era su tipo de mujer: rubia, delgada, de ojos claros... e inteligente. Esta vez el apasionamiento fue mutuo. «Ella estaba enamoradísima y él también», me comentaba Pilar Cavero Crespi de Valldaura, nieta del conde de Orgaz. Y no solo ella: la única hermana superviviente de la duquesa de Luna, María Concepción Azlor de Aragón, de 90 años (31 de mayo de 1924), marquesa de San Felices, rompió su silencio conmigo en una entrevista exclusiva con LA RAZÓN en marzo de 2015. «La primera vez que les vi pasear fue en la playa de Ondarreta, en San Sebastián, en la bahía de la Concha». Proclamada la Segunda República, el 14 de abril de 1931, su padre, José Antonio Azlor de Aragón y Hurtado de Mendoza, monárquico empedernido y gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, a quien profesaba auténtica devoción, cerró su palacio de Villahermosa y nunca más volvió a Madrid, negándose a ver el Palacio Real sin rey. «Nos fuimos de este modo –explicaba María Concepción– a vivir a San Sebastián y Pedrola (Zaragoza); también en Javier, Navarra, y en Azcoitia. Precisamente en la ciudad donostiarra fue donde vi por primera vez a mi hermana con José Antonio, cuando éste aún no había fundado la Falange. Yo tenía entonces alrededor de siete años, pues era casi dieciséis años menor que mi hermana». José Antonio y Pilar formaban una pareja ideal, aunque solo fuera físicamente, dadas las continuas desavenencias provocadas por dos temperamentos fuertes que les hacían romper la relación para retomarla poco después. Uno de esos amores tempestuosos que solo la mutua atracción física y el recíproco embelesamiento intelectual lograban recomponer una y otra vez. «Ella», como se la denominaba de forma enigmática, era recelosa (en los círculos falangistas preservaba su anonimato), delgada, de metro setenta y dos de estatura, con esa apariencia frágil de porcelana de Limoges que parece que fuera a romperse si no se la mimaba entre algodones; él, con metro setenta y ocho y ojos azules como los de ella, encandilaba a las mujeres también por su absorbente capacidad dialéctica. De hecho, llegó a dominar el lenguaje y a gesticular como nadie en el improvisado escenario de un salón, o vestido con un impecable traje oscuro y corbata a rayas en un mitin político. «Estaban enamorados –aseguraba la marquesa de San Felices– de lo contrario no hubiesen sido novios durante años. José Antonio fue el único novio de mi hermana. Iba también a verla a nuestro Palacio de Pedrola. Lo hacía a escondidas, porque mi padre no aprobaba esa relación. Es probable que hiciesen juntos alguna excursión a bordo del Ford-T que todavía conservamos. Pilar no tenía carnet de conducir, pero a veces cogía el coche por el campo». Otra mujer de la familia, que prefiere mantenerse en el anonimato, afirma que «se querían muchísimo. Estoy casi convencida de que, si se hubiesen casado, la historia habría sido bien distinta pues José hubiese abandonado la política, en la que entró solo para defender la memoria de su padre, volcándose en su profesión de abogado y en su propia familia». Pero al final, el padre de Pilar se opuso al enlace; entre otras razones porque, como monárquico medular, culpaba al padre de José Antonio de la caída de la monarquía tras su dictadura militar de siete años.

Las tres novias del galán José Antonio
La princesa «con chispeante inteligencia»

José Antonio cayó en brazos de Elizabeth Bibesco, hija del primer ministro británico entre 1908 y 1916, el liberal Herbert Asquith, y esposa del príncipe y diplomático rumano Antoine Bibesco. Convertida en la princesa Bibesco tras su matrimonio, Elizabeth se enamoró del líder de Falange, a quien trató incluso de salvar la vida cuando estaba preso en Alicante, recurriendo al presidente de la República, Manuel Azaña, y a los contactos diplomáticos de su padre y de su marido en Inglaterra y en Francia. Elizabeth, llamada Libby en familia, era la única hija del segundo matrimonio de su padre con Margot Tennant, hija a su vez de un lord inglés. Además de su hermano, el célebre director de cine Anthony Asquith, Elizabeth tenía cinco hermanastros del primer matrimonio de su padre con Helen Kelsall Melland, hija de un médico de Manchester. Nacida el 26 de febrero de 1897, la princesa Bibesco había conocido a José Antonio en Madrid a partir de marzo de 1927, cuando Cristina de Arteaga decidió abrazar la vida conventual y el joven abogado empezaba a flirtear con la duquesa de Luna, aunque Elizabeth era seis años mayor que José Antonio. Sepamos cómo era Elizabeth. Para ello contamos con el valioso testimonio de Claude G. Bowers, embajador de Estados Unidos ante la República española: «Conocía yo a la princesa como autora de inteligentes novelas epigramáticas y había sabido que cuando su marido estuvo en Washington ella conquistó fama de desairar a los impertinentes. Menuda, hermosa, brillante, con chispeante inteligencia en la conversación, encontré en ella a la persona más fascinadora del cuerpo diplomático». Elizabeth era inteligente y admiraba a quienes lo eran más que ella, como el crítico literario y periodista británico John Middleton Murry, director de la prestigiosa revista «The Athenaeum», con quien mantuvo al parecer un escarceo amoroso pese a que éste era el esposo de Katherine Mansfield. De sus efímeras conquistas –acoso incluido– no se libró ni John Maynard Keynes, el economista más célebre del siglo XX. Y, si no, leamos lo que dejó por escrito el propio Keynes: «La última noche cumplí con lo prometido a la princesa (Elizabeth Bibesco, la hija de Asquith), cena, teatro y tête-à-tête. Me llevó a la platea y en la oscuridad empezó a acariciarme sin mi consentimiento. Cuando se hizo la luz miré al lado y ¿quién estaba? Nuestro vecino de localidad no era otro que mi amigo míster Cockerell del Museo Fitzwilliams, ¡espero que aquello valiera para agrandar mi reputación!». Se daba la circunstancia de que el 13 de junio de 1930, los Bibesco habían ofrecido en la legación rumana una cena al Príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón y Battenberg, y a su hermana la infanta Beatriz... ¡en honor de los señores de Keynes!

El amor que nació en la infancia

A medida que recabé información de Cristina de Arteaga, no me sorprendió que José Antonio se fijase en ella y desease entablar una relación más allá de la amistad. Cristina encarnaba, desde su primera juventud, los mismos valores que defendió hasta su muerte el líder de la Falange: inteligencia, voluntad, ilusión, reciedumbre, valentía, entrega, cultura, compromiso, y tantos otros. José Antonio y Cristina se conocieron a principios de los años veinte, con alrededor de dieciocho años. «Era el amigo –comenta la doctora en Filosofía Araceli Cansans y de Arteaga, sobrina de Cristina de Arteaga– con el que coincidía en clase y en las reuniones sociales. Hicieron juntos algunas asignaturas que hasta entonces eran comunes entre Filosofía y Derecho. Sus familias eran muy amigas, los dos tenían fuertes inquietudes sociales y políticas, de manera que lo más normal era que se enredaran a charlar allí donde se encontraran. Aún en 1981, en una entrevista en televisión a Madre Cristina, ya venerable priora, le preguntaron por este tema. Ella, no recuerdo con qué palabras, contestó la realidad: de aquella simpática amistad y camaradería no se derivó ningún amor, al menos por su parte». Araceli Casans ponía especial cuidado en matizar que su tía no profesó a José Antonio un afecto más allá de la simple amistad. «Al menos por su parte», añadía, dando a entender así que los sentimientos de él podían ser ya otra cosa.

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