“El pasado no ha muerto. De hecho ni siquiera ha pasado”, escribió William Faulkner, el gran novelista sureño.
Estados Unidos conmemoró ayer el 150 aniversario del comienzo de la guerra civil, pero el debate sobre su significado y su impacto en el país del siglo XXI sigue abierto.
Sí, las heridas se han cerrado. Los estados confederados, económicamente postrados durante décadas, casi igualan ahora en riqueza a los estados el norte, que viven su propio declive industrial.
Desde los inmigrantes hispanos hasta la inmigración interna de afroamericanos que han regresado a los estados de sus antepasados, el rostro del sur se ha transformado. La identidad se ha diluido; los agravios también. Para muchos la guerra civil es más folklore que otra cosa.
En el 2008, la elección de Barack Obama cerró un círculo. En el país que en los años sesenta del siglo XIX estuvo a punto de desintegrarse en una guerra cruenta por el esclavismo y que durante un siglo más sufrió la segregación y racismo, un afroamericano llegaba la Casa Blanca.
“Y así ocurrió que el 4 de noviembre de 2008, poco después de las 11 de la noche, horario del este: la guerra civil terminó, cuando un negro –Barack Hussein Obama– ganó suficientes votos electorales para convertirse en presidente de Estados Unidos”, escribió en The New York Times el columnista Thomas Friedman. El historiador David Blight, que ha estudiado la evolución de la memoria histórica de la guerra civil, leyó aquellas palabras y pensó:
“A la gente no le gusta decirlo de forma tan directa, pero en este país hay un racismo profundo y pertinaz. Y hay una batalla profunda, eterna sobre la relación entre el Gobierno federal y los gobiernos de los estados”, dice Blight. “La reacción a la elección de Obama –añade en alusión a la vigorosa oposición conservadora– ha sido aleccionadora, y a veces ha dado miedo”.
El recuerdo de la guerra civil se ha transformado con los años. En Raza y reunión. La guerra civil en la memoria americana, el profesor Blight muestra cómo en el medio siglo posterior a la derrota del sur esclavista el discurso predominante fue el de la reconciliación, sin reparar la injusticia que habían sufrido los cuatro millones de negros liberados.
Un elemento central en la reconciliación fue la romantización del conflicto: no hubo buenos ni malos, sino patriotas a uno y otro bando que luchaban por un ideal. La película Lo que el viento se llevó, de 1939, es la máxima expresión de este momento.
En 1961, el centenario de la guerra coincidió con el movimiento por los derechos civiles. Una parte del país vivía aún en un régimen de apartheid. La legislación de los derechos civiles, impulsada por Kennedy y Johnson durante aquella conmemoración, puso fin a la segregación legal.
Cincuenta años después, el racismo es tabú en la arena pública. Pero la marginación pervive. Y el orgullo sureño no ha desaparecido. ¿Cómo defender al sur sin ser acusado de racista? Relativizando el origen histórico de la guerra. En el 2010 el gobernador de Virginia, Bob McDonnell, y el de Misisipi, el posible candidato presidencial Haley Barbour, ambos republicanos, declararon oficialmente el mes de la Historia Confederada en sus estados sin mencionar el esclavismo. Después rectificaron.
Según un sondeo del instituto Harris, dos tercios de los blancos que viven en los viejos estados de la Confederación sostienen que el motivo de la guerra no fue el esclavismo sino los derechos de los estados frente al intervencionismo del Estado federal, un debate que se repite ahora ante las políticas del presidente Obama.
El historiador Harold Holzer explica que la secesión de los estados sureños en defensa de sus competencias desencadenó la guerra, pero lo que desencadenó la secesión fue el temor a la abolición de esclavismo, fundamental para la economía del sur.
La interpretación de la guerra es una cuestión de identidad. “Es muy difícil para un pueblo derrotado decir que su causa era mala”, dice Holzer.
Blight atribuye los problemas de EE.UU. con la memoria histórica a la necesidad de creer en una historia luminosa y excepcional, sin zonas oscuras. Y lo contrasta con Alemania, que ha asumido lo peor de su historia.
“La mayoría de americanos no quiere ver que nuestra historia es profundamente contradictoria, profundamente trágica, como la de cualquiera. No queremos creerlo de verdad”, dice Blight.
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