Introducción
Tras un referéndum celebrado el 23 de junio de 2016 en el que el 51,9 por ciento de los votantes apoyó abandonar la Unión Europea, el Gobierno británico invocó el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea, iniciando un proceso de dos años que debía concluir con la salida del Reino Unido el 29 de marzo de 2019. Ese plazo fue prolongado en primer término hasta el 12 de abril de 2019.
El plazo volvió a ser prolongado hasta el 31 de octubre de 2019. Por tercera y última vez, el plazo volvió a ser prorrogado hasta el 31 de enero de 2020. Pasada esa fecha, tras haberse aprobado definitivamente el Acuerdo de Retirada a las 00:00 horas del viernes 31 de enero, Reino Unido abandonó automáticamente la Unión Europea a las 23:00 horas (hora británica) de dicho día.
Las repercusiones económicas y geoestratégicas del Brexit son sin duda relevantes y tendrán una incidencia negativa, pero el problema es mucho más profundo e inquietante: refleja la crisis de identidad del conservadurismo en el mundo occidental, con potenciales graves impactos sobre el devenir de la democracia liberal. En los sistemas bipartidistas, el nacionalpopulismo ha tomado el control del Partido Republicano en Estados Unidos y del Conservador en el Reino Unido, dos países nunca antes contaminados por ese virus y, en los multipartidistas, su posición se ve amenazada por la emergencia de formaciones iliberales con un marcado sesgo reaccionario que, por vez primera desde la Segunda Guerra Mundial, exhiben sin complejo alguno su hostilidad a los principios sobre los que se fundamentan las democracias liberales.
El caso británico reviste una especial gravedad. Desde comienzos del siglo XIX, los conservadores isleños fueron tan hostiles a la revolución como a la reacción. En los últimos dos siglos, su escepticismo ante los cambios radicales ha sido siempre acusado pero también su firme defensa de los derechos y de las libertades individuales, elementos básicos de un singular modelo constitucional generado a lo largo de un proceso evolutivo cuyo símbolo es la soberanía del Parlamento en el marco del rule of law. En clave burkiana, los tories valoraban sus instituciones tradicionales porque garantizaban el binomio estabilidad-libertad, a diferencia de un conservatismo continental que durante un largo periodo de tiempo hundió sus raíces en tradiciones ajenas a la libertad.
Desde esta óptica, la actitud de los brexiters duros, de los partidarios de abandonar la Unión Europea sin acuerdo, en ausencia de una mayoría de los Comunes a favor de esa postura, tiene un hondo y preocupante calado. Por un lado, socava la soberanía del Parlamento, que es la base de una democracia representativa, al negar de facto que los Comunes representen la verdadera voluntad popular; por otro, la suspensión del Parlamento durante 55 días para asegurar una salida forzosa de la Unión Europea el próximo 31 de octubre constituye un fraude constitucional; esto es, el uso de un procedimiento para conseguir una finalidad distinta al espíritu de aquel.
El argumento esgrimido por Boris Johnson conforme al cual su actitud es un método para renegociar la futura relación de Gran Bretaña con la UE es perverso por definición
Ambos factores no tienen precedentes en la historia política británica. Desde 1945, el promedio de días en los que el Parlamento suspendió sus funciones fue de 23, y en un escenario dramático como el del periodo 1939-1945 se mantuvo abierto casi de manera permanente. Quizás o, mejor, sin duda, Boris Johnson no pretende o no considera que su comportamiento altera de manera sustancial los modos, costumbres y convenciones de la Constitución británica, pero el resultado es el mismo y los daños son claros. No hay nada más incompatible con el estilo y hábitos constitucionales del Reino Unido que el populismo.
El argumento esgrimido por el primer ministro conforme al cual su actitud es un método para renegociar la futura relación de Gran Bretaña con la Unión Europea olvida algo esencial: el fin no justifica los medios y el recurso a ese criterio es perverso por definición. Tal vez esa práctica no sea ilegal en ocasiones, pero constituye un torpedo a la línea de flotación de la democracia liberal. En la práctica, esa es la técnica utilizada en Hungría por Orbán y en Polonia por Ley y Justicia para socavar desde el poder los cimientos del orden democrático, eso sí, en nombre del pueblo y, en su caso, con un soporte mayoritario de sus parlamentos. Es la degeneración de la democracia en demagogia que se traduce en autoritarismo con ropajes democráticos. Es obvio que el Reino Unido no está ahí, pero de igual modo lo es que la actuación de Johnson y de su Gabinete es cuando menos impropia.
Por lo que respecta al divorcio entre una mayoría de la población partidaria del Brexit a cualquier precio y una clase política opuesta a él, es preciso realizar algunas importantes consideraciones. De entrada, el margen de victoria de los brexiters fue muy estrecho, 1,9 puntos; una diferencia ridícula en una decisión de tal calado, la de mayor importancia adoptada por Gran Bretaña desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Dicho eso y asumiendo que, aun con esa exigua victoria, existía un mandato mayoritario para irse de la UE, ni en el referéndum ni en las elecciones parlamentarias que siguieron a este se votó a favor del adiós a Europa sin un acuerdo. En otras palabras, el Brexit duro carece de legitimidad democrática.
El problema del Brexit refleja la crisis de identidad del conservadurismo en el mundo occidental, con potenciales graves impactos sobre el devenir de la democracia liberal
En los ámbitos populistas se considera la inmigración el factor determinante del voto a favor del Brexit. Los ciudadanos británicos reaccionaron en defensa de su identidad cultural e incluso racial contra la invasión extranjera y el cosmopolitismo antinacional de las élites. Sin embargo, el análisis de los datos es difícil de conciliar con esa tesis. De hecho, los resultados son muy interesantes. Londres y el sur de Inglaterra han sido los principales receptores de los flujos migratorios recibidos por Gran Bretaña durante los últimos veinte años. En esas partes del país es donde la votación a favor del remain fue mayor. Paradójicamente, las zonas con una menor presencia de población inmigrante son en las que el Brexit obtuvo una resonante victoria. En paralelo, la tasa de participación en el mercado laboral y en el empleo de los individuos nacidos en el Reino Unido no ha declinado sino aumentado, lo que indica que los nativos no se han visto perjudicados por la inmigración. Por último, esta ha realizado a las arcas públicas una contribución neta positiva. Entre el 2001 y 2011 fue de 22,1 miles de millones de libras. (S. Nickell & J. Saleheen, The impact of immigration on occupational wage: evidence from Britain, Bank of England, 2015).
La caída en la tentación nacionalpopulista de lo que ha sido un bastión histórico de la derecha liberal británica, el Partido Conservador, es el ejemplo paradigmático de la peligrosa deriva-amenaza a la que se enfrenta el discurso anticolectivista en el mundo occidental. Con una izquierda infectada por las bacterias identitarias de la corrección política y con una derecha cada vez más alejada del liberalismo, se auguran malos tiempos para las democracias occidentales.
El futuro de la relación con la UE
El rechazo del Parlamento a un Brexit sin acuerdo y a una convocatoria de elecciones legislativas antes del 31 de octubre sólo deja en teoría una opción: la petición del Reino Unido de una prórroga con vistas a renegociar su salida de la Unión Europea y la aceptación de esa iniciativa por parte del resto de los gobiernos europeos. Boris Johnson ha conducido a su partido a una ruptura histórica y ha quebrado de manera sustancial su mayoría parlamentaria ante el voto contra sus propuestas de 21 diputados tories, entre ellos, el nieto de su héroe, Winston Churchill. El Parlamento ha reafirmado su carácter soberano ante el Ejecutivo, pero el escenario sigue abierto y la incertidumbre permanece.
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El historiador de origen británico firma en 'Los europeos' una hermosa e imponente historia cosmopolita de la cultura europea que unificó al continente en el siglo XIX
DANIEL ARJONA
En 1832 Berlioz acudió al Teatro Cannobiano de Milán para ver la ópera 'L'elisir d'amore' de Donizetti. Como describiría el compositor francés en sus memorias, halló el teatro lleno de gente que parloteaba de espaldas al escenario en mitad de la actuación mientras los sufridos cantantes "gesticulaban y se dejaban los pulmones gritando con el más estricto espíritu de rivalidad. Al menos tuve que suponer que eso era lo que estaban haciendo, por sus bocas abiertas; pero el ruido del público era tal que no penetraba ningún sonido, excepto el del bombo. Había gente apostando, cenando en sus palcos, etcétera". Aquello, sin embargo, estaba a punto de cambiar. Apenas una década después, el silencio se había impuesto ente el público históricamente bullicioso de todo el continente, un proceso veloz y sorprendente motivado quizás por la inseguridad y la necesidad de respeto que emanaba de la nueva clase social ascendente: la burguesía. Tal sortilegio -de importancia no menor al alumbramiento de la lectura silenciosa muchos siglos antes por San Ambrosio de Milán- es sólo una de las maravillas que recoge 'Los europeos' (Taurus), el nuevo libro, y apabullante festín, del historiador de origen británico Orlando Figes (Londres, 1959).
¿De 'origen' británico? Sí porque Figes, autor de aclamados superventas sobre la Revolución Rusa, es uno de los pocos ingleses que se han atrevido a dejar de serlo tras el drama que supuso el Brexit para los cosmopolitas de su país en 2016, momento en el que solicitó -y logró- la nacionalidad alemana para no dejar de ser europeo: "Mi hermana y yo", relata a El Confidencial "nos nacionalizamos legalmente gracias al artículo 116 de la constitución alemana que permite a los descendientes de judíos privados de su nacionalidad por los nazis reclamarla. Fue un proceso fácil porque teníamos los documentos y nos llevó solo cuatro meses. Mis conocidos tenían todos envidia de nosotros porque a ellos también les gustaría disfrutar de un pasaporte de la UE y están tratando de obtener uno por otros medios".
'Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita' -excelentemente traducido por María Serrano- despliega una historia de la cultura europea en ese fascinante momento a mediados del siglo XIX en el que, a lomos del ferrocarril, la literatura, el arte y la música fluyeron como nunca antes en la historia del continente derrumbando fronteras. Un triángulo amoroso protagoniza esta historia cuyos tres vértices son Pauline Viardot, de origen español y una de las cantantes de ópera más célebres de todos los tiempos, su esposo, el director teatral y crítico de arte Louis Viardot, y su amante, el apasionado, melancólico y genial escritor ruso filoeuropeo Iván Turgenev.
PREGUNTA. Leer ‘Los europeos’ en tiempos de cierres, identidades emergentes y nacionalismos, cuando el proyecto de unión europea peligra, deja un poso amargo. ¿Ha escrito un canto al cosmopolitismo o su epitafio?
RESPUESTA. Espero que sea un canto, uno que nos recuerde la importancia de una cultura compartida en un momento en que los estados nacionalistas en Europa tienden a olvidarlo.
P. Toda acción genera su reacción. Su libro concluye con el ‘affaire Dreyfus’ cuando los demonios de la tradición, del nacionalismo reaccionario y del antisemitismo renacieron contra la forja de una cultura europea universal y los supuestos males del comercio. ¿Vivimos hoy un momento de reacción similar?
R. Ciertamente, estamos experimentando una reacción nacionalista contra la globalización, pero se debe principalmente a los temores económicos, la inmigración y los cambios tecnológicos que han permitido a los autoritarios populistas jugar con esos temores y divisiones. Pero no creo que se trate de una reacción violenta contra la cultura cosmopolita en la forma en que lo fue la reacción nacionalista contra la 'cultura extranjera' a fines del siglo XIX: el temor, por ejemplo, a que una literatura francesa 'nativa' se perdiera si los libros extranjeros traducidos dominaban el mercado del libro, como comenzaba a ocurrir en Francia en el período de Dreyfus. De todos modos, aquel fue un fenómeno relativamente pequeño: el pico del cosmopolitismo cultural aún estaba por llegar, después de todo, alrededor de 1914, y naufragó en las rocas del nacionalismo político, las rivalidades imperiales y el militarismo, no culturalmente, aunque es cierto que pasó a formar parte del nacionalismo fomentado por los fascistas y los nazis: el rechazo del cosmopolitismo extranjero ("judío"). Hoy no veo tal reacción: el mercado cultural está completamente globalizado y los movimientos nacionalistas no avanzarán mucho reaccionando contra eso.
P. ‘Los europeos’ tiene un protagonista global: la burguesía. Su ascenso en todo el continente y sus relaciones internacional juegan un papel clave en la unificación de los gustos culturales. Pero, ¿no falta una pata en esta historia? ¿No se alzaban las majestuosas óperas sobre la explotación, el imperialismo y la miseria de la mayoría? En su último libro Piketty defiende que en el siglo XIX se desarrolló una desigualdad económica nunca antes conocida en la que acabarían germinando las grandes tragedias del siglo XX.
R. No es "la burguesía" la protagonista. Mi investigación muestra que la ópera era popular, que los artesanos y los trabajadores también iban a conciertos de música clásica en los Jardines de Crystal Palace y otros lugares populares. Los libros de bolsillo baratos y los folletines seriales en los periódicos fueron leídos por una amplia gama de personas. El protagonista impersonal, si lo hay, en mi libro es el mercado, y tecnologías como el ferrocarril o la impresión masiva, que permitieron la difusión de una cultura de masas por todo el continente. Por supuesto, existió una enorme desigualdad en el XIX, pero en muchos sentidos este acceso ampliado a la 'cultura', a través de partituras baratas, libros, reproducciones de arte, fotografías de celebridades, turismo masivo, etc., ayudó a suavizar sus efectos.
El Brexit no estaba destinado a terminar de esa manera. De hecho, hubiera sido impensable hace solo unos años
P. Describe en su libro a los británicos como seguros “de su propia superioridad respecto a los europeos y, en realidad, respecto a todos los extranjeros”. Tal carácter británico parece inmune a la transformación hasta hoy. ¿Ha demostrado el Brexit que la integración de UK en Europa fue una vana esperanza que, más tarde o más temprano, iba a acabar mal?
R. Gran Bretaña está profundamente dividida. Tiene una gran 'intelligentsia' (básicamente aquellos con un título universitario) que se siente europea, y cada vez más, durante los últimos 50 años, ya que trabajó, vivió y viajó más por Europa, disfrutó de la comida europea, el cine, etc., si no aprendió también a hablar en muchas lenguas europeos. Pero también posee una gran población poco formada que se ve a sí misma como 'inglesa' (y quiero decir inglés, porque esto no es cierto para los escoceses) y comparte esas mismas ideas de excepcionalismo y superioridad inglesas en Europa (arraigadas en ilusiones sobre el Imperio y mitos sensacionalistas sobre la Segunda Guerra Mundial) que fueron exhibidos por los ingleses en el siglo XIX. Encuentro profundamente deprimente que esos británicos sin formación hayan forzado a Gran Bretaña a salir de la UE, pero no estaba destinado a terminar de esa manera. De hecho, hubiera sido impensable hace solo unos años.
P. Rusia interpreta al elefante en la habitación de tu libro, un país gigantesco que no sabe si quiere o no ser parte de la esfera europea. ¿Es esta ambivalencia rusa, aún no aclarada hoy en día, uno de los grandes dramas de nuestra era?
R. Pero Rusia era una parte esencial de Europa a fines del siglo XIX. ¿De qué otra forma podría haber producido los nuevos ballets rusos que tomaron por asalto Europa? Hubo, por supuesto, una ambivalencia ideológica y política sobre la orientación de Rusia hacia Occidente, y esto se ha fortalecido mucho con Putin, quien, como Erdogan en Turquía, apela al sentimiento nacionalista al enfrentar los "valores rusos" contra los occidentales (liberalismo, tolerancia, multiculturalismo, derechos LGBT, etc.). Y creo que tiene razón: la lucha por los "valores" será crucial en los próximos años a medida que otros líderes nacionalistas movilicen a sus partidarios contra los principios liberales.
P. El ferrocarril es el otro gran protagonista aquí. Pero es curioso como el mismo medio que une a Europa a mediados del XIX sirve para transportar a los soldados que destruyen el continente en 1914. También cuando nació Internet pensamos que iba a unir al mundo y hoy las redes nos separan y enemistan de manera cada vez más radical. ¿Y si fuera utópico en realidad vencer la tendencia tribal de la naturaleza humana y el cosmopolitismo una excepción que a duras penas volverá a repetirse?
R. Tal vez fue utópico pensar que los ferrocarriles podrían unir a las naciones, pero no estoy seguro de que Internet sea la comparación correcta con los ferrocarriles en el sentido que quiere decir. Internet crea burbujas: redes de personas con ideas afines cuyos prejuicios se refuerzan al hacerse eco, amplificarse, mientras que las fuentes de información (por ejemplo, gobiernos nacionales, medios de comunicación) que no están de acuerdo con ellas se desprecian fácilmente ('fake news'). Los ferrocarriles lograron algo diferente: abrieron pequeñas comunidades a nuevas ideas e información, contrarrestando los prejuicios y la estrechez mental.
P. ¿Puede ser neutral un canon? La historia de Pauline Viardot, Louis Viardot e Iván Turgenev simboliza el nacimiento de un canon artístico europeo que parece muy determinado por el optimismo imperante en el XIX. Porque los desastres del XX provocan una reacción encarnada en las vanguardias artísticas que denuncian la cultura burguesa como sostén ideológico del poder...
R. Esa es una perspectiva marxista, no sin algunos elementos de verdad, pero reduccionista. Si se constituyó un canon europeo de obras en el XIX, no fue por la dominación 'burguesa', lo que sea que eso signifique, sino por el mercado: la economía de la producción (gestión de conciertos y teatro, publicaciones, etc.) significaba que la mayoría de las obras exitosas (es decir, populares) fueron las que más se produjeron. Así funciona el mercado, y así forjó un canon en el siglo XIX.
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