martes, 3 de septiembre de 2019

Galvarino Sergio Apablaza Guerra.-a




Galvarino Sergio Apablaza Guerra (Santiago, 9 de noviembre de 1950) es un exguerrillero chileno, perteneciente al Partido Comunista y uno de los fundadores del FPMR (Frente Patriótico Manuel Rodríguez). Llegó a ser el líder de dicha organización desde 1988 hasta el 2001. Actualmente se encuentra en Argentina.

Hijo de Galvarino Apablaza, un suboficial de ejército que murió en 1986, y de Luisa Guerra Urrutia, era el antepenúltimo de seis hermanos. Entre sus hermanos todos llegaron a completar los estudios secundarios y los mayores se vieron obligados a trabajar en los últimos años de su enseñanza, como una forma de contribuir a las necesidades del hogar. Esto le brindó a Galvarino la oportunidad de ingresar a la universidad y por ser el primero y el único de los hijos con la posibilidad de continuar estudios superiores, 
En sus años de universidad definió su conciencia política, integrándose en 1968 a las Juventudes Comunistas. Al cabo del primer año, fue electo como representante de la facultad ante la Federación de Estudiantes de Chile. Luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, fue detenido y deambuló por distintos centros de detención como Londres 38, el Estadio Chile, la Cárcel Pública de Santiago, la ex-Penitenciaría, Tres Álamos y Puchuncaví. El 5 de septiembre de 1974, fue expulsado del país rumbo a Panamá junto a otros 124 chilenos en calidad de exiliados políticos. Desde allí, por razones de salud, decidió trasladarse a Cuba, llegando a la isla en diciembre de 1974. Allí se hizo conocido bajo el apodo de "Compay".
Luego de un tiempo en La Habana, aceptó la oferta de su partido cuando éste le propuso enrolarse en “un nuevo ejército para liberar a Chile del fascismo”. En ese contexto despuntó como el líder natural del joven destacamento militar del Partido Comunista, desde los inicios del proyecto en 1975. Egresado de la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, alcanzó el grado de comandante, el más alto en el aparato militar del Partido Comunista, en la especialidad de artillería. Desde ese momento pasó a ser conocido como el “Comandante Salvador”.

Su ascenso al Comité Central del Partido Comunista de Chile, en 1978, fue una señal de que el partido jugaba todas sus cartas en su figura para sacar adelante su proyecto armado. Sin embargo, la colectividad nunca se preocupó de conocer realmente su pensamiento. Su prueba de fuego como “comandante” llegó en 1979, cuando el contingente chileno debió viajar a Nicaragua para apoyar al Frente Sandinista de Liberación Nacional que luchaba en ese momento por derrocar al gobierno de Anastasio Somoza Debayle.
Luego de la victoria sandinista, el “comandante Salvador”, fue uno de los primeros en entrar al búnker del derrocado dictador, encabezando un grupo rebelde que arribó a Managua al amanecer del 20 de julio de 1979.
Para ejercer su liderazgo entre los chilenos, Apablaza contaba con un círculo de incondicionales entre los que contaban Raúl Pellegrin, y Juan Gutiérrez Fischmann, el “Chele”, este fue uno de los últimos en plegarse al grupo y tenía inmejorables vínculos con la dirigencia cubana, ya que su suegro era Raúl Castro, hermano de Fidel Castro. Por otro lado se especula que gracias a su lealtad a Apablaza, Pellegrín asumió como jefe máximo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez cuando sus primeros mandos ingresaron a Chile, procedentes de Cuba en 1983.
Pese a todo Apablaza optó por regresar clandestinamente a Chile a comienzos de 1986, cuando se integró al Trabajo Político del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, pero después de conocida la internación de armas de Carrizal Bajo y fracasado el atentado contra Augusto Pinochet, debió regresar rápidamente a Cuba. En ambas operaciones, por lo demás, no participó en la línea operativa. Protegido por el régimen cubano y primero en la línea jerárquica de los oficiales chilenos de las FAR, nunca estuvo en misiones arriesgadas.
Sólo volvió a ingresar a Chile tras la muerte de Raúl Pellegrin en octubre de 1988. Entonces, asumió plenamente la jefatura del FPMR-Autónomo, la facción más radical del frentismo, que un año antes se había separado del Partido Comunista. Para conducir al FPMR-A, “Salvador” articuló una dirección junto al “Chele” y Mauricio Hernández Norambuena, “Ramiro”. Según investigaciones judiciales posteriores, fue al interior de este trío donde habrían surgido las órdenes para el asesinato del senador Jaime Guzmán y del secuestro de Cristián Edwards, ambos hechos ocurridos en 1991. Luego de estos sucesos, Apablaza nuevamente debió abandonar el país, regresando a Cuba. En 1994 el “comandante Salvador” decidió trasladarse definitivamente a Sudamérica, para establecerse en Argentina.

A fines del año 2000 las discrepancias entre “Salvador” y el resto de los comandantes que abogaban por una línea más militarista, terminaron por quebrar a la cúpula del FPMR, haciendo que Apablaza, en abierto desacuerdo con “Ramiro” y el “Chele”, decidiera abandonar la organización.
En el 2001, Apablaza ratificó públicamente su alejamiento del FPMR en una carta dirigida a la militancia, donde criticó con fuerza que se haya impuesto en la organización “una mentalidad operativa que busca vencer y no convencer”, donde “la eficacia política se ve asociada al carácter operativo de la acción y no a su pensamiento”. Luego de su salida de la cúpula del FPMR, se supo que Apablaza creo un grupo denominado Identidad Rodriguista, en el cual intento plasmar sus ideas políticas, junto a varios ex-frentistas que lo acompañaron en este proyecto.
Apablaza es acusado de ser el autor intelectual del asesinato de Jaime Guzmán y el secuestro de Cristián Edwards y, a pedido de la Justicia chilena, se extendió una orden de captura de la Interpol en su contra en junio de 2004.​
No se habían vuelto a tener noticias concretas de él hasta el 29 de noviembre del 2004, cuando, en un operativo especial de la policía argentina, fue apresado en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires, donde residía bajo el falso nombre de "Héctor Daniel Mondaca" desde hacía varios años junto a su pareja, la periodista chilena Paula Chahín, quien es empleada en la Secretaría de Medios de la Presidencia, y sus tres hijos de nacionalidad argentina.
El 30 de septiembre de 2010, el Poder Ejecutivo decidió otorgarle a Apablaza el asilo político, por lo cual finalmente no fue extraditado.


Palma Salamanca en París

Daniel Alarcón investigó durante un año y medio antes de publicar el episodio ‘El helicóptero, el silencio, el balazo, la huida‘. Esta crónica la escribió en diciembre de 2018, mientras cubría el proceso de extradición contra Ricardo Palma Salamanca en el Palacio de Justicia en París. 

La primera vez que vi en persona a Ricardo Palma Salamanca fue en los pasillos del Palais de Justice en París, en octubre de 2018. El Palais es justamente eso: un palacio decidida y descaradamente regio, con corredores largos y amplios y escalones de piedra hundidos como viejos colchones. En esa audiencia de octubre, entre los exiliados ahí reunidos, se habló sobre pesadillas, tortura y recuerdos crudos y aterradores de la vida bajo el mando de Pinochet. Ver a Palma Salamanca les había traído todas esas remembranzas de vuelta, y los exiliados se mantuvieron juntos, compartiendo memorias y apoyo, reviviendo traumas que creían haber enterrado hacía mucho tiempo. La prensa chilena había venido, unos pocos medios franceses también, y Palma se destacaba entre la multitud, de rostro impávido, con tres guardaespaldas que levantaban una manta frente a su cara cada vez que alguien intentaba tomarle una foto. Un periodista, un muchacho desgarbado con un traje mal cortado que trabajaba para la televisión chilena, fue amenazado cuando se rehusó a dejar de tomar fotografías. Después de la audiencia hubo incluso un breve forcejeo, mientras él intentaba tomar una foto y un exiliado chileno empujó al joven periodista al piso.

Cuando regresé en diciembre, la atmósfera había cambiado por completo. En los meses anteriores, la Oficina Francesa de Protección a Refugiados y Apátridas, OFPRA, le había otorgado asilo a Palma Salamanca. Esto no significaba que su caso había terminado —técnicamente, extradición y asilo son dos procesos separados e independientes —, pero, en la práctica, ahora era difícil imaginar que el estado chileno tendría éxito en su intento de que Palma Salamanca fuera devuelto. Las posibilidades de que una corte francesa contradiga y anule la decisión de la OFPRA en un caso de asilo eran casi nulas. En Chile, el caso había sido descartado por lo enemigos políticos de Palma. Yo había estado en Santiago cuando se publicó ese fallo y vi cómo miembros del comité formado en solidaridad con Palma Salamanca levantaron una copa de champaña en celebración, un grupo heterogéneo de ex militantes de mediana edad y víctimas de la dictadura brindando frente a los miembros de la prensa chilena e internacional. Un raro momento de satisfacción: los activistas a favor de Palma sintieron, correctamente, como si hubieran ganado.


Palma Salamanca fue arrestado por las autoridades chilenas en 1992

Ahora, en diciembre, había menos prensa y ningún medio francés. En el corredor en frente de la sala del tribunal, los exiliados charlaron, vapearon, rieron y esperaron de buen humor. Habían venido a mostrar solidaridad, con la confianza de que la audiencia de hoy era sólo una formalidad.

Aún así, optimismo y confianza no son lo mismo que certeza. Que las cortes francesas finalmente negasen la solicitud de extradición —eso sería certeza. Eso significaría que todo había acabado, significaría claridad en el futuro, estabilidad e inexpugnable legalidad, algo que Palma Salamanca no había tenido en décadas, aún si había logrado crear un simulacro de todas esas cosas, brevemente, en México.

Esta vez, daba la impresión de ser un festejo, Palma en silencio en el centro de una reunión social, el corazón de la fiesta, pero no exactamente el alma de la misma. Sus partidarios venían a presentarle sus respetos, y él aceptó cada apretón de mano con una sonrisa, un breve y carismático destello de calidez, y entonces retrocedió y se alejó de forma casi imperceptible, y las conversaciones continuaron sin él. Era como si la gente lo tocara para tener buena suerte, o para verificar que era real, esta figura que para muchos exiliados es más un mito que un hombre. Vestía una chaqueta de cuero y una bufanda, que no se quitó, y nunca se puso cómodo. Le pregunté en cierto momento si así lo prefería, las conversaciones zumbando a su alrededor, pero sin él. Dijo que así era. Si los otros se sentían confiados, él aún era prudente.

No es que fuera poco amigable o distante. Era simplemente cauto; no era una falla de carácter sino una adaptación a las extraordinarias circunstancias que han marcado su vida desde que se unió al Frente Patriótico Manuel Rodríguez cuando era adolescente. En octubre, cuando la tensión era más alta, la incertidumbre apenas tolerable, él había estado protegido, rodeado por una impenetrable masa de exiliados chilenos. Esta vez estaba más accesible, sonriendo más, incluso dejaba de cruzar los brazos de vez en cuando. Esperamos un largo tiempo a que comenzara la audiencia —otra diferencia con respecto a octubre, cuando las autoridades vieron el tamaño de la multitud y reorganizaron el expediente para permitir que el caso de Palma Salamanca fuera escuchado primero. No le habían dado ninguna deferencia esta vez, y en algún momento, más o menos en la tercera hora de espera, giré y vi a Palma solo en el corredor, una imagen tan sorprendente en el contexto que tuve que mirar dos veces para confirmarlo.


Fue sentenciado en Chile a dos cadenas perpetuas y 30 años de prisión.

La larga espera también me permitió ver mi entorno con más claridad, o más bien entender algo que había pasado por alto la última vez: que la sala del tribunal no le pertenecía a Palma Salamanca o su drama particular, que el Palais era una institución francesa llena de historias francesas, y no, como parecía, un barroco destacamento de Chile, congelado en ámbar en algún punto de los últimos años de la dictadura. Una sala de audiencias —cualquier sala de audiencias— es un lugar ampliamente utilitario, donde se deciden destinos, donde se cambian vidas. No sólo la vida de Palma Salamanca. De alguna manera, en octubre, no me lo había parecido, pero hoy, mientras esperábamos, una mujer se me acercó y me preguntó en francés qué caso estaba esperando. Ella era una intérprete del árabe, me dijo, y había sido asignada a una audiencia de extradición para un hombre apellidado Djif.

 ¿Era esta? ¿Esta era la sala de audiencias? 
Le contesté sin pensarlo: No, dije. No hay ningún Djif aquí, y luego me di cuenta, al igual que ella, de que, por supuesto, había un Djif ahí. Era él, ese caballero de rostro estrecho que de alguna manera no noté porque no hablaba español, el que vestía un abrigo pesado y una barba marrón de un par de días, aquel con manos nerviosas, rodeado de su esposa y cuatro hijos, el más pequeño aún en un cochecito. La intérprete se alejó, y noté a la esposa de Djif, con un velo un poco suelto: estaba hecha un desastre, ansiosa y claramente asustada. Perdió de vista varias veces a sus dos hijos menores, de cinco o seis años, que se entretenían peleándose y que sólo pararon cuando un policía se llevó a su padre. El más joven, sintiendo intuitivamente el peligro, comenzó a llorar desconsoladamente y cayó hecho un ovillo entre los brazos de su madre.     

 

Para cuando comenzó la audiencia, a eso de las cinco de la tarde, habíamos esperado durante horas y nuestra energía se había agotado. Mucho tiempo de pie. Muchas cámaras tomando la misma foto una y otra vez. Gente arremolinándose, luego dirigiéndose a los bancos a lo largo del pasillo, después de vuelta. A buscar un café y luego de regreso. Cuando las puertas finalmente se abrieron, Palma Salamanca y su séquito entraron primero, después los chilenos, más o menos en orden de su cercanía personal, y una vez que ellos habían entrado, fue el turno de la prensa. La mayoría de nosotros nos quedamos de pie. Había unas cuarenta y cinco personas en la sala del tribunal, una habitación pequeña y cuadrada que se sentía atestada y cálida. Si no hubiera estado de pie, me habría quedado dormido.

El abogado de Chile habló primero, refiriéndose ocasionalmente a sus anotaciones y volviendo una y otra vez a los delitos por los cuales Palma Salamanca había sido condenado hace tantos años. No el contexto que los había rodeado, sino los detalles crudos del asesinato del senador Jaime Guzmán, por ejemplo. Lo que se alega: Guzmán, arquitecto de la constitución de 1980 de Pinochet, ideólogo del régimen, enseñaba derecho en la Universidad Católica. Un día, mientras Guzmán salía de clases, se encontró con dos hombres en las escaleras, quienes aparentemente lo estaban esperando. Ellos eran Palma Salamanca y otro militante del FPMR, Raúl Escobar Poblete, hoy preso en México. Cuando Guzmán los vio, supo que estaba en peligro, así que volvió a subir las escaleras, tomando un camino alternativo hacia su carro. Escobar Poblete y Palma Salamanca fueron al estacionamiento. El chofer de Guzmán no pudo huir, y los dos jóvenes supuestamente le dispararon a Guzmán, quien estaba en el asiento trasero. Como cualquier asesinato, es un crimen simple y brutal. Pero en el transcurso de esas visitas a París, a menudo les preguntaba a los exiliados chilenos, a muchos de ellos, qué justificaba el asesinato, y me encontré una y otra vez con incredulidad, como si no se pudiesen molestar en explicar algo tan obvio. Más allá de la cuestión moral moral, decía yo, ¿no fue un error táctico asesinar a un senador democráticamente electo en un momento político tan precario? Más tarde, volví a escuchar la grabación de estas entrevistas, y me sentí decepcionado: si te quedas debatiendo las tácticas del asesinato y no la cruda inmoralidad de él, entonces quizás has perdido por completo la conversación.    



Aunque era diciembre, una fría e invernal tarde parisina, en el tribunal el calor era soporífero y Palma cerró suavemente sus ojos, como si dormitara. Su francés está bien, no es magnífico. “Me las arreglo”, me había dicho al principio de la semana, entonces me pregunté qué pensaba de todo esto, si podía entenderlo del todo, o si las palabras se apilaban una sobre otra, casi indiferenciables, en una monótona recapitulación de eventos que preferiría olvidar. No era difícil imaginarlo desconectándose de aquello. Luego, en un momento, el abogado de Chile describió a Palma como “un homme très violent”  y vi que los ojos de Palma se abrieron de golpe, su rostro luciendo una expresión de sobresalto y desagradable sorpresa.

Cuando el monólogo del abogado de Chile llegó a su conclusión, la fiscal del estado habló. Ella representa al estado de Francia. Su presentación fue más notable por la mención de los eventos del día anterior en Estrasburgo, donde un islamista armado disparó a once personas, matando a dos, en un mercado navideño. Es más difícil que nunca distinguir entre violencia política y terrorismo, argumentó, particularmente en momentos como este. Aún así, el factor atenuante en el caso de Guzmán fue la tortura que sufrió bajo custodia, y ella parecía inclinada a rechazar su confesión en esos términos. Esta no era una audiencia para descubrir la verdad, no se presentaría evidencia para probar o refutar este o aquel alegato. Para la fiscal, si la confesión se obtuvo bajo tortura, no tenía valor legal.

Finalmente, habló el abogado de Palma, Jean-Pierre Mignard. Es un tipo jovial e ingenioso, pálido, redondo y alegre, con un algo de hombre de espectáculo, lo que era particularmente bien recibido en esa sala de audiencias cálida y atestada. Hizo hincapié en la larga historia de Francia de apoyar a aquellos que combaten regímenes autoritarios. Resaltó una y otra vez que la constitución de 1980 de Guzmán es aún, salvo por algunos cambios cosméticos, el documento que define la política chilena. No pude evitar pensar en una entrevista que había hecho semanas antes en Santiago, en la que un hombre cercano a la familia de Guzmán miró por la ventana de su oficina en un alto edificio hacia los rascacielos y amplias avenidas de la limpia y próspera ciudad, y me dijo con un movimiento de sus brazos que Guzmán era responsable de todo ello. Ese documento —su constitución— había hecho posible este capitalismo sin restricciones y todo lo que conlleva. Lo dijo con una pizca de asombro. No creo que los enemigos políticos de Guzmán diferirían, aunque quizás ellos podrían decirlo con un tono de voz distinto, con los dientes apretados. Llenos de rabia.

El largo día finalmente terminó poco después de las seis y media, y no hubo tiempo para deliberar. La jueza anunció un receso hasta el 23 de enero, golpeó su martillo y eso fue todo. Ese día, este capítulo de la historia de Ricardo Palma Salamanca no tendría fin. Sin cierre, la espera continuó.

El final de esta crónica está contado en el episodio ‘El helicóptero, el silencio, el balazo, la huida’, producido por Daniel Alarcón. 





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