Aunque, como él mismo reconoce, Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931) tiene «una inmensa cantidad de años», se considera «un joven de 87». Y a esa cifra ha llegado con una memoria lúcida que soporta el peso de lo mucho vivido, y contado. Porque el escritor, colaborador de ABC y premio Cervantes en 1999, utiliza ese lenguaje narrativo suyo capaz de sacar al lector a bailar, a base de ritmo, para resucitar las cosas del pasado y hacerlas presente. Edwards es un memorialista de los de antes, amante de lo(s) clásico(s), de esos que ya no quedan, imitador de sus amados Rousseau y Stendhal –pronunciado con su pulcro francés–. Lo demostró, hace seis años, en «Los círculos morados», primer volumen de sus memorias, y vuelve a evidenciarlo en «Esclavos de la consigna» (Lumen), el segundo tomo, cuya publicación motiva este encuentro, en su domicilio madrileño de la Villa de París (¿dónde, si no, podía vivir?).
¿Cómo logra conservar esa asombrosa memoria, con todo lo que ha vivido?
Cuando uno es escritor no habla del presente.
¿El escritor habla del pasado?
El pasado es uno de los puntos enigmáticos. Sin pasado no hay escritura, porque la escritura reinventa el pasado.
Para poder afrontar el futuro.
Para lo que sea. Conocer el pasado ayuda a conocer el futuro.
¿Y las memorias son una forma de enfrentarse al pasado, de anclarse al presente o más bien de afrontar el futuro?
Las memorias son un ejercicio intelectual. Ahora estoy escribiendo mi tercer tomo. Casi todos los días escribo. Soy un analfabeto electrónico.
¿Sigue escribiendo a mano, entonces?
Escribo mucho a mano. Las memorias son un gran género literario. Los españoles son muy púdicos para escribir.
¿Por qué?
No sé por qué. Tienen miedo de decir la verdad cruda.
En «Esclavos de la consigna», casi más que en «Los círculos morados», conviven su memoria política y su memoria literaria. ¿Cómo se han llevado esas dos facetas a lo largo del tiempo? ¿Cómo se han tolerado?
Pasa lo siguiente: a veces la memoria política ha perturbado la otra. Por ejemplo, recuerdo que Neruda llegó a México a mediados de 1940. Un pintor mexicano, David Alfaro Siqueiros, había hecho un ataque armado contra la casa de Trotski para tratar de asesinarlo. Después, lo tomaron preso y un mexicano llevó a la cárcel a Neruda para que conociera a Trotski y Neruda le dio una visa a Trotski para ir a Chile, y lo hizo sin autorización.
¿No tenía autorización del Gobierno chileno?
No, el Gobierno chileno, que era el Gobierno del Frente Popular, lo castigó por eso. Esta es mi memoria, funciona todavía.
Usted se dio cuenta a tiempo para no convertirse en un «esclavo de la consigna» del comunismo.
Me di cuenta de lo siguiente: a los tres días de estar en La Habana vi que los intelectuales tenían un miedo impresionante, el miedo dominaba todo. No podían hablar de Fidel Castro, sino que cuando lo hacían, hacían un gesto de una barba. Todo era miedo, recelo, sospecha. Se sospechaba que tal era agente de la policía política, que tal otro era agente de otra cosa. A los tres días de estar allá, vi que la mitad de Chile pensaba que aquello era la panacea, que con eso se arreglaban todos los problemas de la sociedad chilena. Si eso se hacía en Chile, yo sería el primer exiliado. Y lo dije. Y no se podía decir. Pero todo el mundo era cómplice. Hasta Felipe González se me acercó… Es una vieja historia.
Muchos intelectuales, amigos suyos, murieron siendo esclavos de esa consigna.
Estaba prohibido hablar con Cabrera Infante, porque fue el primer exiliado cubano. Era un maldito. Yo no admitía esas maldiciones.
¿Cómo se explica esa adhesión tan irracional a la revolución cubana, esa creencia en la utopía socialista?
Porque la revolución no es una ideología, es una religión. Hay santos de esa religión, y el mundo estaba lleno de beatos de esa religión.
En el libro recuerda la visita de Fidel Castro a Princeton. Creo que fue en abril de 1959.
Sí, porque cuando triunfó la revolución, la Asociación de la Prensa Norteamericana invitó a Fidel Castro a visitar EE.UU. En ese momento estudiaba en la Universidad de Princeton, y me acababa de casar con Pilar.
¿Se transformó, con los años, en un monstruo dictador o de casta le venía al galgo, que decimos en España?
Tenía un espíritu autoritario, dominante. Era hijo de un cubano español, gallego, que tenía muchas tierras, y de niño su padre lo dominaba todo, no pasaba nada sin que él lo supiera. Él aplicó esa experiencia infantil de poder y de dominio a la isla de Cuba. En eso se equivocó, porque no se puede gobernar una isla de esa manera. A mí me hacía pensar en Sancho Panza
¿Por qué?
Por la ínsula Barataria.
¿Qué piensa de la situación que ahora vive Cuba?
En el fondo, las primeras medidas de Raúl iban orientadas a crear una sociedad de mercado, a que un cubano con su dinero pudiera comprar un coche, ir a un hotel, hacer un viaje; medidas de acercamiento a una economía de mercado que hizo con mucha prudencia, porque Fidel, desde su rincón, lo frenaba. A la larga, hay que tener paciencia, porque creo que Cuba va a cambiar.
¿Confía en que pueda cambiar?
Creo que sí. No confío en nada, pero espero. Soy un tipo que no confía.
Tiene razón, no es lo mismo la confianza que la esperanza.
Claro.
Dependerá mucho de quién gobierne en Estados Unidos.
Depende mucho de Estados Unidos, como lo que se hizo dependió de Obama. Así que, no soy totalmente una persona que se niegue a la posibilidad de ver un cambio. Espero que Cuba cambie. Quiero a mucha gente cubana que he conocido. Es un recuerdo de mi vida.
De hecho, tras su estancia allí escribió «Persona non grata». Precisamente, ese libro le distanció de su gran amigo Julio Cortázar, que llegó a decir: «Soy amigo de Jorge Edwards, pero no quiero volver a verlo».
Hace tres años, en la Sorbona, en un homenaje a Cortázar, me encontré con Aurora Bernárdez.
¿Y qué tal fue el encuentro?
Aurora me dijo: «Jorge, tú eres la persona que piensa mejor en política en América Latina». Yo le dije: «¿Y qué hubiera dicho Julio si te oye decir esto?». Y ella me dijo: «Es que Julio, al final de su vida estaba sometido a muy malas influencias». ¿Cómo era Julio Cortázar? Era un ingenuo político. Julio descubrió América bastante tarde. Y la descubrió en Cuba. Se fue a Cuba con esa misma actitud de los franceses, como Sartre, que partieron a descubrir el mundo en Cuba y descubrieron el mambo, la salsa, el ron, la pintura y las mulatas. Ese era Julio.
Hablando de amistades, una de las cosas que deja ver en el libro es que uno de sus errores fue no haber cuidado la amistad.
Perdí a mucha gente, se quedó mucha gente en el camino mío. Está en la memoria. Es la verdad.
¿Es la vanidad el pecado capital de los escritores?
La vanidad es un pecado capital no solo de los escritores, de casi todos los seres humanos. Es un pecado general, muy generalizado.
Pero que se da más en los escritores...
En las mujeres. En las actrices de cine, en las poetisas, en las diseñadoras de moda... ¿Sí o no?
Sí, por supuesto, es que yo no hago distingos: cuando digo escritores, me refiero a mujeres y hombres. Antes ha mencionado a Neruda y he olvidado decirle que me ha sorprendido descubrir, gracias al libro, que votó por Allende sin entusiasmo.
Nadie que votaba por Allende era muy entusiasta. Neruda sabía más de economía que el ministro de Economía de Allende. Allende sabía muy poco de asuntos económicos.
¿Hubieran sido las cosas distintas en Chile de no haber sido elegido Allende?
Sí, pero, en el fondo, Chile era un país que tenía una democracia llena de errores, pero tenía respeto por el Estado de derecho. Eso frenaba excesos. Ahora se habla de la Constitución Española. ¿Por qué hay constitución en este país? Porque hubo una derecha moderada, no autoritaria, y porque hubo una izquierda razonable que aceptó la monarquía constitucional. La razón vino al final. Cuando un periodista muy conocido, muy buen entrevistador, que se llamaba Edouard Bailby, de la revista «L’Express», asedió a Neruda con preguntas sobre su estalinismo, sobre su actitud frente al intento de asesinar a Trotski, Neruda, al final, le dijo: «Je me suis trompé», me he equivocado.
A veces, también es muy bueno reconocer los errores.
Creo que reconocer una equivocación es un acto pacífico. Neruda, en ese momento, se acordaba mucho de la guerra de España, que había conocido en el comienzo, aquí, en esta ciudad, en Argüelles, donde tenía su casa. Tenía mucho miedo de que lo de Chile terminara en una guerra civil. Era su mayor temor.
¿Y por qué le tocó tanto la Guerra Civil a Neruda?
Porque el gran amigo de Neruda en Madrid era Federico García Lorca. Fue el último que llevó a Federico a la estación cuando partió a Granada. El asesinato de Federico García Lorca lo marca, le duele de una manera muy profunda.
En el libro sostiene que su vocación por la verdad narrativa exigía una lucha permanente contra la autocensura. ¿Tan poderosos son los fantasmas ideológicos?
Los fantasmas ideológicos tienen un poder tan terrible que no dejan ni dormir ni escribir.
¿Cuándo logró usted derrotar a esos fantasmas?
Porque yo fui un apasionado de Miguel de Unamuno. Me enseñó eso. Me dio un pensamiento crítico que no responde de inmediato «sí» a todo, sino que duda, que examina... Por eso admiro y amo la literatura de Michel de Montaigne, que representa eso.
No sé si se ha enterado de la polémica que ha surgido en Chile, porque quieren ponerle el nombre de Neruda al aeropuerto de Santiago...
Me gustaría que el voto fuera secreto, como en las grandes elecciones parlamentarias.
¿Usted por quién votaría?
Depositaría mi voto secreto por Gabriela (Mistral).
¿Qué le parece la polémica?
Me parece una polémica muy provinciana.
Tachan de maltratador a Neruda.
Ninguno de los tipos que participan en esa polémica tienen ni idea de quién era Pablo Neruda ni Gabriela Mistral.
Sobre el Chile actual, en el libro dice que es posible que esté mejor en los números y en las estadísticas, pero que en el espíritu, en aquello que usted llama «la sal de la vida», está bastante peor.
Está pobre. Pero la prueba son los parlamentarios que discuten porque Gabriela es famosa y Neruda es famoso, pero ninguno les leerá.
En ese sentido ¿cómo ve a España?
Aquí hay gente que piensa, aquí hay gente interesante, pero a veces no se la respeta lo suficiente. En resumen.
Alguna vez se ha quejado de que los políticos actuales se jactan de no leer.
Sí, se jactan de no leer, pero aquí veo que hay un respeto por el escritor, por el intelectual. Están todos sentados en el Palacio Real frente al Rey, a la Reina... Eso no pasa en Chile.
Y, teniendo en cuenta que este libro abarca un periodo de transformaciones radicales, tanto políticas como sociales y culturales, ¿qué le parecen los populismos que están surgiendo en todo el mundo?
Es un problema muy serio de la política actual.
De uno y otro lado, tanto de izquierdas como de derechas.
Sí, además son fáciles, son ingenuos y son simplistas. Hay que luchar. Por eso quiero resucitar el tema de la libertad de expresión, porque es muy importante. Mire lo que pasa con la libertad de expresión en Venezuela, en Cuba, lo que pasó hasta en Argentina con la Kirchner… Es una causa de gran importancia, y es la causa con la que yo, como escritor y como memorialista, me siento más identificado hasta hoy.
¿Qué están haciendo mal los intelectuales para que figuras como Bolsonaro en Brasil o Trump en Estados Unido, por poner sólo dos ejemplos, estén llegando al poder?
No seamos fáciles. Trump ya sabemos lo que es, es un error político enorme tenerlo ahí. Bolsonaro no sabemos con qué va a salir, porque en Brasil andas por la calle y te pueden matar, te vuelan las balas por todos los lados. Es un tema de seguridad fundamental. Vamos a ver qué hace Bolsonaro. Un brasileño es lo más impredecible que puede existir.
¿Sigue teniendo «parisitis»? Se lo pregunto porque me gusta mucho la anécdota que cuenta sobre Acario Cotapos y eso que decía que había que venderle Chile a los norteamericanos y comprarse «algo más chico» cerca de París.
Acario era un gran humorista. La «parisitis» se me ha curado un poco con la «madriditis», y porque estuve mucho en París. Pasé gran parte de mi vida en París.
De hecho, allí estaba en mayo del 68, y Carlos Fuentes le llamaba desde Londres para que le contara todo.
Me tendría que dar la mitad de los derechos de autor... (ríe).
¿Cómo ve el fracaso de aquella revolución cincuenta años después?
Fue una revolución de un romanticismo... en la que la revolución como religión funcionaba con mucha fuerza. Influyó en el gusto, en las costumbres, pero en algunas cosas fue totalmente superficial, porque al final, los franceses se habían vuelto chovinistas.
¿Qué le parece Macron?
En general, a pesar de sus dificultades, me gusta.
Ahora, los «chalecos amarillos» se lo están poniendo difícil...
Se lo están poniendo muy difícil, pero a mí me gusta Macron. Me gustó que el otro día, en la televisión, llegó con el libro de gramática con el que él estudiaba de niño, y explicó por qué la gramática, la lengua, el lenguaje son importantes. Tiene un sentido de la cultura literaria francesa... En los gobernantes franceses, hay dos que tienen esa cultura: De Gaulle y él. ¿Qué más puedo pedir?
Teniendo en cuenta que empezó su prolífica carrera como poeta clandestino, escribiendo casi a hurtadillas para que su padre no se contrariara, porque no toleraba que su hijo fuera escritor...
Y poeta menos. En mi casa había un escritor, que era primo hermano de mi padre. Se llamaba Joaquín Edwards Bello. Cuando se hablaba de él en casa de mi abuelo se decía: «el inútil de Joaquín». Y yo soy «el inútil de Jorge».
Pero si hasta estudió Derecho.
No solo estudié Derecho, sino que terminé. Soy abogado, puedo ejercer, pero no lo hago.
Y, con la perspectiva de los años, ¿a qué conclusiones «probables», como advierte en el libro, ha llegado?
Yo hice muchas rupturas y a lo mejor me equivoqué. A lo mejor he terminado convertido en un viejo conservador, y tengo un respeto por viejas cosas.
A sus 87 años, ¿qué espera de la vida?
Espero tener una vejez razonable y lo más larga posible, porque me gusta mucho la vida. Así que si llegara el diablo y me propusieran un pacto de supervivencia, yo firmaría.
Incluso con los ojos cerrados.
Sí, a ojos cerrados. Yo he pensado lo siguiente: si yo consigo vivir en un departamento que yo tengo en Santiago, que es muy bonito, que tiene como 220 metros, que está frente a un cerro lleno de vegetación -tengo la ventana más bonita de Santiago-, y abajo, en el subterráneo, tener un cochecito, y en el fin de semana irme a la playa y ver los pajaritos y caminar por la orilla del mar. ¿Qué más quiero?
Aún tiene tiempo.
Tengo tiempo. Y si consigo hacerlo, me considero feliz, un viejo feliz. Hay quien duda de la vejez feliz, pero existe (ríe).