Jean-Pierre Mignard
Ricardo Palma Salamanca entrevista por The Clinic
Ricardo Palma Salamanca tenía 21 años cuando participó del atentado que terminó con la vida de Jaime Guzmán, el 1 de abril de 1991. Un año más tarde lo detuvieron y fue condenado a cadena perpetua, pero el 30 de diciembre de 1996 escapó de la Cárcel de Alta Seguridad dentro de un canasto tirado por un helicóptero. Cada vez que alguien menciona este suceso, exclama: “Una fuga de película”. Prácticamente nadie sabe quién es de verdad hoy “El Negro Palma”. Ha escrito libros, pero nunca ha dado entrevistas. Su figura quedó detenida en el tiempo. “Todos los que conocí, se acercan al que fui en el año 1990”, me dijo. Durante 20 años vivió en México, en San Miguel de Allende, hasta donde llegó luego de escapar de la prisión y tras aproximadamente 100 días de aventuras que prefiere callar para no alimentar el mito del guerrillero que hoy desprecia y lo incomoda. Ahí se instaló con su pareja, Miska Brzovic (de quien se separó en 2007) y una guagua de ocho meses, gestada en plena fuga. En ese pueblo también se radicó Raúl Escobar Poblete, más conocido como el comandante Emilio, con su mujer de entonces (Marcela Mardones) y un hijo casi de la misma edad que el suyo. Nunca más volvió a comunicarse ni con su madre ni con su padre. Se cambió de nombre y borró a su familia. Si le preguntaban, decía que su mamá había muerto de cáncer y su hermano, en un accidente automovilístico. Al único que dejó vivo fue a su padre, quien supuestamente vivía en Uruguay. Eso era todo. No tenía más parientes. Entonces a la gente le daba pena y dejaba de preguntar. Sus dos hijos (tuvo otro después) crecieron convencidos de que él y su ex mujer eran mexicanos y se llamaban Esteban Solís Tamayo y Pilar Quezada Moreno. Eran los Solís Quezada. Recién en 2015 les contaron la verdad, pero no entera. No volvió a saber nada de Chile. Se desentendió completamente de la actualidad nacional y de su antigua militancia. Su desinterés por la política era completo. Cuenta que se ganó la vida colaborando en producciones cinematográficas (en una de esas películas actuó Leonor Varela), tomando fotografías -incluso hizo exposiciones- y ofreciendo un servicio de drones. Sobran los dedos de una mano para contar los amigos de la infancia con que mantuvo algún tipo de vínculo esporádico. En pocas palabras: se inventó una vida nueva. Todo iba bien hasta que el viernes 9 de junio de 2017 detuvieron a “Emilio”, acusado de formar parte de una banda de secuestradores. La actual mujer de Escobar Poblete, Isabel Mazarro, una española que también es sindicada como miembro de la organización criminal y que meses más tarde fue capturada en la ciudad asturiana de Gijón, les avisó del arresto para que estuvieran alerta. “Fue como una cuchillada en la cabeza”. Ricardo y Miska partieron de inmediato a Cuba como turistas, con la esperanza de que no saltara la identidad chilena de Emilio. “Para todos los efectos, formamos parte de un mismo paquete. Si se develaba quién era, caíamos con él. Por eso teníamos la esperanza de que lo hubieran pillado con cocaína o algo por el estilo, de modo que quedara como un asunto local y pudiéramos regresar a nuestra casa”, me comentó. Palma Salamanca niega absolutamente cualquier relación con actividades ilícitas del tipo que sea desde que escapara de la CAS en 1996. La sola idea de volver a la cárcel, una pesadilla que no consigue sacarse de la cabeza, lo habría llevado a actuar siempre con mucho cuidado y evitando todo comportamiento que pudiera meterlo en problemas. Con Raúl Escobar, a quien considera de pocas luces y más bien básico, dice no tener ningún tipo de relación desde hace años, aunque, claro, cohabitaron durante dos décadas en un pueblo chico. Le cuesta imaginar que estuviera metido en los secuestros de que lo acusan, porque supone que se hubiera enterado. Pero si lo está –agrega- no es su problema. Según él, su involucramiento en esa trama es una construcción mediática sin ningún asidero. “La derecha mexicana es muy poderosa en este lugar y le sirvió de argumento para justificar todo lo que había sucedido ahí. Son muchísimos los secuestros sin resolver. Obviamente nos relacionan a nosotros porque tenemos un pasado común, y un pasado chileno que calza muy bien con esa historia”. Asegura que no tiene acusaciones judiciales al respecto, que no lo han incluido en ninguna investigación en torno al tema, que no hay requerimientos ni nada, y que jamás la policía francesa le hizo una mención acerca de este asunto.
“Yo había conseguido ser otra persona”, se lamentó durante nuestro último día de conversaciones parisinas en un café del sector de Le Marais, que en español significa “El pantano”. Acto seguido agregó: “Esta historia que me persigue es atroz”. Mi primer encuentro con Ricardo Palma Salamanca en París se produjo en el café L´Auberge, en el número 4 de la Rue Bertin Poireé, un boliche oscuro, de cuatro mesas, muy cerca de la salida del metro Chatelet. Lo coordiné con Miska, quien sigue manteniendo una relación muy cercana con El Negro. “Su familia ha terminado por convertirse en mi verdadera familia”, me confesó al día siguiente, mientras caminábamos por el Boulevar St Mitchel. Fueron los parientes de ella radicados en esta ciudad quienes, asesorados por abogados, les recomendaron pedir el asilo francés, cuando la verdadera identidad de Emilio se hizo pública y los puso en la mira. Entonces viajaron con sus hijos desde La Habana –donde estuvieron 13 días sin que los cubanos se enteraran nunca de su presencia– a París, y en el aeropuerto Charles de Gaulle reconocieron su verdadera identidad y pidieron el asilo. Me explican que de haber ingresado clandestinos hubieran cometido un delito y la respuesta hubiera sido distinta. El hecho no causó mayor revuelo. Otros migrantes de distintos lugares esperaban como ellos que les autorizaran el ingreso. Según Miska, “los franceses confían mucho en la palabra, y como mi familia vive acá hace muchos años, que nos proporcionaran un domicilio les sirvió como garantía de que no haríamos nada raro”. Fue seis meses después, cuando las autoridades chilenas se enteraron de que Palma Salamanca estaba ahí, que a la salida de un centro comercial se le acercó un grupo de seis policías y lo detuvo. “¡¿Eres hombre peligroso?!”, le gritó uno de ellos. El Negro respondió: “No, para nada”. Estuvo dos días detenido en los calabozos de la policía antiterrorista, y ahí notó que era muy poco lo que les interesaba. “Te andan buscando los chilenos; lo sentimos”, me decían. Con Ricardo Palma Salamanca tenemos la misma edad. Ambos nacimos en 1969, cuando el hombre llegó a la Luna. Conozco a varios que fueron compañeros de curso suyo en el colegio Latinoamericano de Integración o en sus primeras aventuras de militante, y que hoy llevan vidas muy normales, burguesas, estables. “Éramos los niñitos ricos de esa izquierda”, reconoce. Entre sus amigos de generación hay artistas, empresarios exitosos, ejecutivos de prestigio y muy bien pagados. No pocos de ellos pudieron ser El Negro, pero circunstancias muy concretas los salvaron o alcanzaron a tener la lucidez que le faltó a él cuando se encontró frente a encrucijadas determinantes. Durante los tres días que deambulamos juntos por París, jamás le escuché defender su inocencia, ni mucho menos enorgullecerse de lo que había hecho. La leyenda heroica, los discursos maximalistas, las consignas revolucionarias, la patria socialista… todo eso le resulta ajeno y hostigoso. “La cultura comunista me tiene harto: es ideológicamente intolerante y autoritaria”, me dijo. En un bar cualquiera de St Germain des Pres, donde yo pedí una cerveza y él, un vaso de agua, continuó: “La Revolución está agotada. Los cambios se dan de manera paulatina, porque lo que debe transformarse es la cultura. Yo ya pasé eso que tenía que pasar y ahora quiero vivir mi vida como se me dé la gana”. Y con una sonrisa que obviamente se reía de sí mismo, agregó: “La experiencia me ha vuelto un reformista”. -¿Estás hallado en París?-, fue lo primero que se me ocurrió preguntarle, después de romper el hielo. -Desde el 23 de enero, sí. Miska, que se quedó para presentarnos y se largó al poco rato, explica que desde ese día existe la protección de Francia a través del Refugio Político dado por un organismo muy poderoso –la Oficina Francesa de Protección de Refugiados y Apátridas (Ofpra)-, “de modo que no importa que los gobiernos cambien, porque es una protección para toda la vida”. Ricardo reconoce que no tenía mayores esperanzas de recibir el asilo. Pensaba que lo mandarían de vuelta a Chile. Hoy estudia francés y entiende que pasará el resto de sus días en Francia. A su hijo mayor (20) le ha costado –“tenía su mundo de amistades en México”-, la menor (15) está encantada. Me puso algunas condiciones para seguir adelante con la entrevista. No quería registros audiovisuales de ningún tipo y en lugar de grabadora, que por favor tomara notas a la vieja usanza. No puede, no debe referirse a los hechos concretos que competen a sus causas. (Es decir, a los crímenes del senador Jaime Guzmán, el comandante de la FACH Roberto Fuentes Morrison -el Wally-; del ex jefe de la Dicomcar Luis Fontaine Manríquez; del escolta de Augusto Pinochet, Víctor Valenzuela Montesinos; ni al rapto de Cristián Edwards, hijo de Agustín Edwards, entonces director y dueño del diario El Mercurio). “Cualquier palabra errada y me pueden hacer papa”. Propone que hablemos más bien desde el punto de vista de la experiencia humana. Partió contándome que en la cárcel entró en un proceso de repensarlo todo. Como casi no hablaba, le llamaban “El Autista”. Ahí hacía deporte, leía, reflexionaba y “pasaba noches enteras mirando por una ventana en que se veían las luces de la calle, el único sitio donde la vista podía llegar lejos, porque adentro de la cárcel siempre choca a cinco metros tuyo”. Seguía en el Frente, aunque el Frente ya era una experiencia que se había agotado para él. Ricardo Palma Salamanca empezó a militar en las Juventudes Comunistas a los 16 años. “Como vieron que tenía capacidades subversivas innatas”, recuerda, lo pasaron con su amigo Claudio Salinas –que en 1985 cayó en manos de la CNI, fue torturado en el cuartel Borgoño y luego trasladado a la Cárcel Pública, de la que se arrancó en 1990 junto a otros 48 frentistas – a las llamadas Unidades de Combate de las JJ.CC. Al cabo de poco tiempo los ingresaron al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, pero como Ricardo era muy chico no lo incorporaron del todo. Además, lo cuidaban por sus contactos familiares. De no haber sido así, no duda de que hubiera caído con Salinas. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez, me explica, nació en 1983, a partir de lo que se llamó el Frente Cero, la facción más radical del Partido Comunista. Sus primeros militantes se criaron en la lucha clandestina, todos adentro de Chile, y solo más tarde llegó esa otra generación desde el extranjero a hacerse cargo, lo que originó una lucha de poder. Esos oficiales eran como un estado mayor, dirigentes que no formaban parte activa de las operaciones. “En el atentado a Pinochet los que participaron fueron combatientes sin gran preparación, gente de poblaciones, como el Víctor Díaz, que también vive acá en París. Muchos de ellos están aquí porque hicieron el proceso de asilo a finales de los 90. Participó Ramiro y su amigo Mauricio Arenas Bejas, al que le decían ‘El Lobo’ y que murió de cáncer en Argentina. En fin, una generación formada más bien en Chile”. ¿O sea, había cierto choque generacional? -Sí, había conflictos entre quienes se formaban al fragor de las luchas al interior de Chile y los que venían de experiencias de guerras en el exterior, ya sea El Salvador, Nicaragua y unos pocos en Vietnam. La mayoría habían pasado por Cuba. Toda esa generación, la que corresponde a Pellegrin, salió incluso antes del golpe, eran hijos de dirigentes comunistas a los que el PC envió a Cuba para formarse como militares de carrera. Por ejemplo, Roberto Nordenflycht, al que le decían “El Huevo”, el hijastro de Volodia que murió en la acción del aeródromo de Tobalaba, era oficial tanquista, de artillería. Sabía manejar cañones. A partir de cierto momento, asegura que se dejó llevar por las situaciones y por los lazos personales, porque ya no había ninguna razón real ni política para proseguir con esa militancia. “Además, era un mocoso”, dice. “Seguí por inercia”. -Ya para el plebiscito la lucha armada no tenía ningún sentido, porque el país se había ido en otra dirección. Desde 1987-88 el FPMR quedó huérfano y empezó a desarrollar lo que Pellegrin llamó la Guerra Patriótica Nacional (GPN), que al final era un pastiche de experiencias guerrilleras de todo el mundo. Nada novedoso, en realidad. Consistía en establecer campos de guerra y un ejército en la montaña. Entonces sucedió el plebiscito y todos estábamos seguros que ganaría Pinochet y que sería un fraude. El que ocurriera algo distinto desarticuló enteramente el panorama. Para lo que no sucedió es que estaba preparada la irrupción de la GPN, con la toma de unos poblados que se hicieron en el sur, donde justamente muere Pellegrin. Los Queñes. -Sí, en los Queñes. En el sur se tomaron tres pueblos y en el centro se tomó otro. Pero pasaron desapercibidos. Fue un gran error estratégico de los que mandaban en aquel tiempo haber continuado con eso y no hacer un proceso de repliegue, asumiendo que ya las armas no tenían sentido. Pero se continuó de una manera irracional. Conocidos tuyos creen que tú seguiste porque no supiste decir que no. -Algo de eso hay. La inercia, que te decía, y el sentimiento de que si me salía estaba traicionando. Todo muy ridículo, porque al final uno debe tomar sus determinaciones individualmente, sin esas consideraciones. La mayoría de aquellos con los que entré ya no continuaban, todos se salieron a tiempo. Yo, torpemente, seguí como burro caminando para adelante. De los pocos que permanecían activos en el Frente Autónomo (el FPMR-Autónomo se escinde del PC el año 1987, cuando el partido da la instrucción de abandonar la lucha armada) calcula que una mitad eran traidores y la otra mitad estaba siendo traicionada. La organización se fue desgranando: a fines de 1991 hubo quienes intentaron una escuela de guerrilla en La Pintana, se constituyeron en grupos de “perros sin amo” -la expresión es suya-, reunidos por cuenta propia, pandillas “que agarraban un módulo de armas y le daban curso a su mini revolución”. A una de esas escisiones, agregó, pertenecía Jorge Mateluna. ¿Estás arrepentido? -¿De haberme metido en el Frente? Es que eso es parte de una experiencia histórica. ¿Y de haber estirado la cuerda? -No sé si es la palabra, pero obviamente debí haber tomado mi camino y dedicarme a lo que sabía y me gustaba hacer, que era la fotografía y el arte en general. Ya no me quedaba ninguna convicción. Tenía 20 años. Caí a los 21. Me pasé cuatro años y 10 meses en diferentes cárceles, donde se ensañaron conmigo. Pienso que pretendían dar un mensaje, como cuando ahorcaban a un hijo de puta en la plaza pública para ejemplo y escarmiento. ¿Cómo? ¿Quiénes se ensañaron? -Bueno, Gendarmería, en tanto encargados de cuidar la cárcel. Pero también la Justicia. El juez Alfredo Pfeiffer me escupió dos veces. Me amarraba con cadenas de pies y manos a la silla mientras me interrogaba. Era un nazi. Cuando llegué a la Penitenciaría me tuvo 28 días incomunicado y luego me ingresaron al sector de los enfermos mentales, con quienes estuve tres meses. Eso de convivir con locos es un experiencia muy inusual. Hay cero higiene, se mean, se cagan. No existe interlocución posible. Después me llevaron a la galería de los estafadores y finalmente a la Calle 5, donde estaban los presos políticos de la época. Con ellos podías relacionarte de otra forma, pero no pasó ni un mes cuando Pfeiffer ordenó trasladarme a la cárcel de San Miguel. Ahí dio instrucciones de aislarme en la Torre 1, en el último piso, como Rapunzel, por seis meses. Solo me dejaban salir una hora al día. Gendarmería tuvo que pedirle al ministro que levantara el castigo, porque nunca habían prolongado por tanto tiempo algo así. De ahí, a Palma Salamanca lo llevaron de nuevo con los presos políticos, que eran alrededor de 10, la mayoría de la cúpula del Lautaro. Mientras avanza en la narración, los tiempos se le vuelven imprecisos. Dos o tres años después, no recuerda exactamente, lo trasladaron a la cárcel de Alta Seguridad. “Toda mi estadía carcelaria fue de tensión permanente”. En la CAS había dos tipos de allanamiento: los normales, que hacían los gendarmes de todos los días, donde les revisaban la ropa, los libros, la celda en general, y otros en que llegaban las fuerzas antimotines que lo destrozaban todo: “Generalmente llegaban tipo tres de la mañana, cuando te encuentras en el sueño más profundo. Te despertaban con los cañones de las ametralladoras en la cabeza. Esa imagen de un tipo armado hasta los dientes apareciendo en mitad de la noche la conservo hasta hoy. En una oportunidad me castigaron un mes, porque no me dejé revisar el ano”. Cuando habla de la cárcel, retira la vista con disimulo; es posible adivinar que lo quiebra su recuerdo, pero no lo muestra, porque elude cualquier gesto que invite a la conmiseración. Ricardo Palma sabe que no tiene derecho a dar pena. En la CAS, sin embargo, encontró mayor estabilidad. Tenía una condena. Ahí, guiado por el padre de otro preso que se llamaba Pablo Morales Fuhrimann y que era profesor de literatura de la Universidad de Chile, comenzó a leer intensamente. Leyó a los franceses, los rusos, los gringos… Viaje al Fin de la Noche, de Céline, “con quien aprendí que una persona no puede ser evaluada sólo por su postura política, porque si bien él era colaboracionista y medio turbio, es indiscutible que alcanzó una inmensa calidad literaria”; “leyendo Radiaciones, de Ernst Jünger, que fue soldado del ejército alemán, me encontré con un autor que se permitía ver la vida desde distintas fronteras y convertirse en varias personas, sin quedar atrapado en una sola”. Leyó El Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov y Luz de Agosto de William Faulkner. Hizo junto a otros presos del Lautaro una revista literaria que se llamaba Incesto.
Visto con el paso de estos años, según Ricardo, es evidente que los comunistas estaban llenos de traumas. Varias veces durante nuestros tres días de conversación los comparó con los religiosos, y su ideología, con la teología. Le dije que a mí, que venía de una formación tan católica como él de una marxista, me impresiona mucho entrar a estas iglesias extraordinarias –justo pasábamos frente a St. Paul-, verlas vacías e imaginar que alguna vez muchos encontraron a Dios adentro. “Ahora parecen monumentos. Ya nadie cree en nada”, acotó. ¿Es verdad que te delató la sicóloga de tu hermana? – Fue la concatenación de varias circunstancias. Hubo delaciones de miembros del Frente y también esto que tú dices: la sicóloga de mi hermana era la esposa de Lenin Guardia, y ella, no sé con qué autoridad, le fue a lloriquear sus sospechas acerca de mí, y obviamente la señora rompió su secreto profesional en tres segundos y le contó todo a su esposo. El Negro iba saliendo de la casa de su madre, en Walker Martínez, a las 10 de la mañana del 25 de marzo de 1992, cuando vio un grupo de individuos que inmediatamente le olieron mal. Corrió para subirse a la primera micro que pasó y ya estaba arriba cuando lo abordaron entre 10 y 15 ratis. Fue una mujer quien le puso su pistola en la nuca. Ahí lo golpearon, lo llevaron hasta un furgón, y mientras él seguía resistiéndose sin ningún destino, simplemente como una manera de negar lo que estaba sucediendo, un policía le pegó con la culata de su arma en la cabeza y le dijo: “Ya, Negro, cagaste”. A continuación empezaron a repartirse sus cosas: el cinturón, una cadena y su reloj. En ese tiempo estudiaba fotografía en el Instituto Arcos y comenzaba a asistir a clases de solfeo en jazz en la Academia de Lecaros, donde, recuerda hoy, “tenía de compañero al actor Luis Gnecco, que quería estudiar trompeta. Compartimos algunas clases, pero no lo conocí personalmente”. |
La entrevista concedida por el ex frentista Ricardo Palma Salamanca a The Clinic provocó un quiebre entre sus amigos, tanto quienes residen en Chile como quienes se encuentran en Francia.
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