viernes, 28 de julio de 2017

La causa perdida de la Confederación estadounidense.-a




Dicen que la historia la escriben los vencedores. Que la retórica romántica y heroica de una guerra sólo encuentra reconocimiento en el bando vencedor, cuyas hazañas y gestas resuenan en la memoria popular por los siglos de los siglos. Los perdedores a menudo quedan olvidados, cuando no demonizados, y en ocasiones condenados a resignarse ante un relato histórico que les es hostil. La historia nacional de Estados Unidos no es que sea íntegramente una excepción de esta norma, pero sí que es un caso extraordinario. En concreto, la narrativa que envuelve al que probablemente ha sido el conflicto más determinante de su existencia, la Guerra Civil que enfrentó al escindido sur, los once estados que formaron los Estados Confederados de América, y el resto del país, que permaneció fiel a la Unión. El final del conflicto dio lugar a dos relatos diferentes. A uno se le atribuye el carácter oficial y está ampliamente consensuado por historiadores contemporáneos. El otro es la versión sureña, mucho más minoritaria pero que también encontró cierto apoyo en la literatura regional y sobre todo en la cultura y tradición popular. A esta última se le acabo acuñando el nombre de “la Causa Perdida de la Confederación”.

A pesar de que  han pasado más de ciento cincuenta años desde la batalla definitiva en Appomattox, el recuerdo de los Estados Confederados sigue significando para muchos ciudadanos del sur el reconocimiento de una cultura distintiva y un modo de vida honorable, lo que a veces se traduce en manifestaciones más drásticas que continúan generando polémica en nuestros días ante el rechazo de sus detractores.

El mito de la causa perdida

La versión más aceptada, la considerada por la inmensa mayoría del mundo académico como la verdadera historia del conflicto, nos dice que la principal razón de la secesión de los once estados del sur que formaron la Confederación fue la cuestión de la esclavitud, o mejor dicho, el decidido abolicionismo pretendido desde Washington por el entonces recién elegido gobierno republicano de Abraham Lincoln. Todos los estados que conformaron la Confederación mantenían sistemas económicos basados en la esclavitud de afroamericanos, el auténtico motor de una economía eminentemente agraria que resultaba ser tremendamente productiva, entre otras cosas, por la ingente cantidad de mano de obra prácticamente gratuita de la que se disponía. Cierto es que había hasta cuatro estados esclavistas más en el norte: Kentucky, Misuri, Delaware y Maryland, a lo que habría que sumarle el Distrito de Columbia. Todos ellos, sin embargo, permanecieron fieles a la Unión. 
Como se preveía, los Estados Unidos de América no aceptaron la secesión unilateral y de esta manera comenzaría en 1861 una guerra que se prolongaría hasta abril de 1865, y que acabaría con la disolución de los Estados Confederados de América un mes más tarde. Al conflicto le seguiría un periodo no exento de polémica, la Reconstrucción (1865 – 1877), en el que el bando vencedor centró sus esfuerzos en reunificar una nación que había quedado muy resquebrajada, lo que incluyó una serie de enmiendas que resultaron en la  abolición de la esclavitud en 1865 y la posterior ocupación militar del sur por el ejército unionista.

Sin embargo, en poco coincidirán los seguidores de la Causa Perdida con lo escrito en este último párrafo. Durante y sobre todo tras la guerra, los partidarios de la secesión comenzaron a interpretar el conflicto de una manera muy distinta. De este modo, para los defensores de la Confederación la guerra significó la invasión del norte opresor y la injerencia de éste en el modelo productivo del sur del que se beneficiaban tanto amos como esclavos. El motivo principal de la secesión no fue de ningún modo la esclavitud, sino una serie de desavenencias respecto a los derechos de los estados federados, a la que se les sumaban disputas económicas relativas a impuestos, las diferencias culturales y la progresiva disociación entre una sociedad industrial y otra agraria. Además, según la versión sureña, la esclavitud tenía los días contados en la Confederación, por tanto no tenía ningún sentido luchar por su mantenimiento cuando se sabía con certeza que iba a acabar por extinguirse de manera natural,  y en cualquier caso, no era considerada una institución denunciable a tenor del trato paternal que los esclavos recibían por parte de sus amos. También se hacía hincapié en que la secesión no significó traición ni fue inconstitucional, dado que la Constitución guardaba silencio respecto a este asunto, y por tanto, no lo prohibía explícitamente. Junto a ello, la derrota en el campo de batalla, según esta narración, era sencillamente inevitable, por lo que el sur se encontraba desde el inicio predestinado a perder –he aquí la razón de la acuñación de Causa Perdida–. La disparidad de recursos humanos y materiales entre ambos contendientes abrumó a las fuerzas del sur y constituyó la base de un combate injusto y desleal.
 El simple hecho de presentar batalla fue un acto heroico y memorable, y si el sur pudo obtener algunos avances militares fue por la superioridad natural del soldado confederado, defensor de una cultura superior y al que se le atribuía un carácter épico e infatigable. De entre todos ellos, destacó uno por encima del resto: el general Robert E. Lee, que comandó las fuerzas de Virginia del Norte.

Un legado inmortal

Con todo lo anterior el sur consiguió tras la guerra lo que buscaba, maquillar su maltrecha imagen a su antojo. Los veteranos y demás partidarios de la secesión lograron crear una historia paralela que sonase reconfortante y que honrase la valía y bondad de unos hombres que lucharon por la libertad frente al norte opresor. De este modo mitigaron una derrota apabullante y la presentaron a las generaciones venideras como un suceso irremediable provocado por el despotismo yanqui. Si la victoria sureña era absolutamente imposible, de alguna manera esto significaba que la Confederación jamás fue vencida. Y como jamás fue vencida, había que mantenerla viva, al menos en espíritu.

Las décadas posteriores al periodo de la Reconstrucción, que fue para muchos sureños una humillación peor que la propia guerra, fue el periodo más prolífico de la apología confederada gracias a la incansable labor divulgadora de veteranos, sus descendientes y sureños simpatizantes. Multitud de monumentos se erigieron a lo largo y ancho de los once estados secesionistas celebrándose ceremonias inaugurales que agrupaban a miles de allegados. Un buen ejemplo lo encontramos en la Avenida de los Monumentos de la capital del estado de Virginia y antigua capital de los Estados Confederados, Richmond. La vía principal del centro histórico es toda una oda a los héroes de la Confederación. En la inauguración del memorial al antiguo Presidente, Jefferson Davis, en 1907 –más de cuarenta años después de la guerra–, se congregaron hasta 200.000 personas. Claro que este furor por la simbología confederada sólo se explica por la condescendencia del bando ganador, el norte, pues desde Washington se prefirió no censurar este tipo de actos u otras formas de expresión que ensalzaran al bando confederado con el fin de facilitar la reunificación del país y la maltrecha convivencia entre el norte y el sur. Y es que los monumentos sólo eran una parte visible de lo que la cultura popular sureña estaba gestando. La literatura, los libros de Historia en las escuelas y determinados periódicos y revistas también ayudaron a difundir la nostalgia confederada, cuyos máximos exponentes eran tres asociaciones formadas a finales del siglo XIX: los Veteranos Confederados Unidos, extinguida a mediados de siglo XX, y las todavía existentes Hijas Unidas de la Confederación e Hijos de Veteranos Confederados, formadas ambas por descendientes de combatientes del ejército confederado. Estas asociaciones fueron las encargadas de organizar rituales periódicos en homenaje a los soldados confederados caídos en el combate, lo que acabó convirtiéndose en la celebración del Confederate Memorial Day o Día de los Caídos de la Confederación, que hoy día se sigue conmemorando –independientemente del Día de los Caídos celebrado a nivel nacional el último domingo de mayo– de manera distinta y en diferentes fechas entre los estados del sur, siendo en la mayoría de ellos un día no laborable.

Incluso Hollywood fue un aliado inesperado para la propagación de la Causa Perdida. Cuando el fervor pos-confederado amainaba allá por la segunda década del siglo XX, la película El nacimiento de una nación, estrenada en 1915, realzaba el carácter superior de la raza blanca sirviendo de inspiración a numerosos blancos sureños para reivindicar el modo de vida del sur. La misma película, dicho sea de paso, propició el renacimiento y posterior auge devastador del Ku-Klux Klan en los años veinte.  
Otro ejemplo lo encontramos en la célebre película Lo que el viento se  llevó, de 1939, basada en la época de la Guerra Civil y en la que se idealizaba el trato afectuoso, familiar y entrañable que los amos blancos, dueños de una plantación en Georgia, otorgaban a sus esclavos afroamericanos. Después de unas décadas de relativa calma, la simbología confederada volvería a aparecer con más frecuencia en los años cincuenta y sesenta coincidiendo, en primer lugar, con la oposición al movimiento por los derechos civiles, exacerbándose la retórica de la supremacía blanca que a menudo era reforzada con referencias al pasado de la Confederación; y en segundo, con el centenario de la Guerra Civil, cuya conmemoración incluyó la construcción de nuevos monumentos en diferentes estados.

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