¿Para qué sirve el liberalismo?
LA semana pasada en estas páginas de ABC, Ramón Pérez Maura y yo expresábamos nuestro asombro por la jubilosa celebración del bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Ambos recordábamos que el marxismo legitimó los crímenes en masa más atroces del siglo XX. Una vez aclarado esto, que es irrefutable, queda por entender por qué Marx conserva tanto prestigio y tantos aduladores en todas las naciones. Evidentemente, no basta con decir que Marx estaba completamente equivocado para que sus partidarios, convertidos por la realidad, desaparezcan. ¿Podemos explicar este misterio de la eternidad del marxismo y la coexistencia de una historia totalmente negra con unos admiradores incondicionales? Creo que es posible, pero no leyendo a Marx, al que casi nadie ha leído durante un siglo, sino buscando en el inconsciente de sus seguidores.
Yo creo que el éxito del marxismo se debe, sobre todo, al hecho de que funciona como un ideólogo. Indiferente a los hechos, tanto a los de la época de Marx como a los episodios que le siguieron, el marxismo ofrece una solución aparente a todos los enigmas de la historia de los pueblos; es una llave que abre todas las puertas. Los conceptos con los que Marx ha enriquecido el vocabulario político, la lucha de clases, el capitalismo, la dictadura del proletariado, ofrecen una especie de comprensión del mundo que sustituye al análisis y la reflexión. Karl Popper fue el primero que en su libro de batalla, La sociedad abierta y sus enemigos, en 1938, definió la función de la ideología: ocupa el lugar de la inteligencia, es accesible a todos, y permite al mismo tiempo demonizar al adversario. Aventúrense a observar la complejidad de las cosas y el marxista les tachará de servidores del capitalismo. Como explicaba también Popper, es imposible probar que el marxismo es falso, ya que si se intenta, queda demostrado que uno está alineado con la clase de los explotadores.
Entendemos entonces cómo los perezosos y los arrogantes se ven tentados a «creer» en el marxismo, que confiere -en su mente- un conocimiento y una superioridad de por sí indiscutibles contra todas las demás filosofías políticas.
Entendemos entonces cómo los perezosos y los arrogantes se ven tentados a «creer» en el marxismo, que confiere -en su mente- un conocimiento y una superioridad de por sí indiscutibles contra todas las demás filosofías políticas.
Un segundo atractivo del marxismo es su pretensión científica. Marx consideraba que estaba haciendo un trabajo científico, a diferencia de los socialistas utópicos de su siglo, y que, ni más ni menos, revelaba al mundo las leyes inevitables de la evolución de la humanidad. A este respecto, recordaremos un episodio poco conocido pero muy esclarecedor: el intento de Marx de dedicar el Capital a Charles Darwin. Marx aspiraba a convertirse en el Darwin de las humanidades, a adaptar a las sociedades las leyes de la evolución de las especies y el principio de la selección natural; los capitalistas cederían el lugar al proletariado igual que los dinosaurios fueron reemplazados por el homo sapiens. Darwin rechazó esta dedicatoria y escribió a Marx que no sería posible trasladar la evolución de las especies a la sociedad. Marx no lo tuvo en cuenta y ese pseudocientifismo, ese pseudodeterminismo, constituye una de las fascinaciones permanentes del pensamiento marxista. No es científico, pero hace creer que sí lo es, lo cual no le impide evocar determinados aspectos del ecologismo contemporáneo.
Lo que, en tercer lugar, seduce a los marxistas es su carácter profético, la perspectiva de una tierra prometida al final de la historia; todos los castigos colectivos forman parte de una inevitable mecánica que llevará necesariamente a una sociedad sin clases, sin Estado y a una prosperidad infinita. Los marxistas contemporáneos evocan constantemente la profecía de Marx, que, sin embargo, nunca se ha confirmado. Esta visión irenista se debe en gran parte a la educación judía de Karl Marx, aunque él siempre lo negara e hiciera personalmente declaraciones antisemitas.
Pero, ¿cómo no adivinar, detrás del proletariado portador de la luz, una metáfora del pueblo elegido y de la sociedad sin clases, una reproducción del Edén bíblico?
A menudo se ha observado que los partidos comunistas tomaban prestados sus rituales de la Iglesia católica o la ortodoxa: procesiones, iconos, misas colectivas, himnos. El marxismo es un pensamiento de naturaleza religiosa.
Pero, ¿cómo no adivinar, detrás del proletariado portador de la luz, una metáfora del pueblo elegido y de la sociedad sin clases, una reproducción del Edén bíblico?
A menudo se ha observado que los partidos comunistas tomaban prestados sus rituales de la Iglesia católica o la ortodoxa: procesiones, iconos, misas colectivas, himnos. El marxismo es un pensamiento de naturaleza religiosa.
Queda por comentar una cuarta función del marxismo, la legitimación de la dictadura. Esa es la idea del genio de Lenin que se recicla continuamente: el proletariado portador del porvenir de la humanidad está representado por el Partido Comunista, que a su vez está representado por su secretario general. Hegel, al ver pasar a Napoleón a caballo durante la campaña de Alemania, exclamó: «He aquí la Historia en marcha». Del mismo modo, bajo la cobertura del marxismo, se supone que los chinos admiran en Xi Jinping al proletariado en marcha hacia un futuro radiante.
La quinta y última razón para amar a Marx es demasiado conocida como para detenerse en ella: justifica el odio a la economía de mercado, a la burguesía y a la modernidad. Igual que es difícil explicar que uno odie el tiempo y el lugar que ocupa, es tentador citar a Marx para legitimar su propia misantropía.
Ya lo he escrito, pero lo repito: a Marx se le perdonará mucho por haber declarado al final de su vida que no era marxista.
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