El cine ha muerto. O, al menos, eso han dicho en diferentes ocasiones cineastas como Martin Scorsese, Nicolas Winding Refn, David Cronenberg, Charlie Kaufman o Ridley Scott. Siguen haciendo películas (aunque alguno ya se ha pasado a las series), pero su fe en la supervivencia del medio tal y como lo conocíamos parece que es bien poca. No, el cine no ha muerto, pero sufre una enfermedad crónica bastante preocupante: la nostalgia. Es una dolencia que no es tóxica por sí sola (nos ha dado películas para el recuerdo), sino por su capacidad para condicionar las preferencias del público masivo, la dirección de los presupuestos de las grandes (y no tan grandes) productoras y, en consecuencia, las oportunidades de nuevas ideas/historias/personajes para alcanzar la gran pantalla. La nostalgia es una enfermedad avivada por las comunidades online y las redes sociales que, después de unos años de epidemia, parece ya algo inherente en el ecosistema de las grandes producciones de Hollywood.
Este fin de semana se ha estrenado la última película de Quentin Tarantino, ‘Érase una vez en Hollywood’, y la dosis de recuerdos colectivos está servida: las series de ‘cowboys’, el ‘star system’ alojado en Beverly Hills, Bruce Lee dando patadas voladoras, Steve McQueen de fiesta en fiesta, Sharon Tate viviendo el Sueño Americano antes de su fatal asesinato, el movimiento hippie que se torció en una carretera peligrosa y el morbo de un momento histórico que marcó el fin de los años 60 en Estados Unidos, la década de la contracultura. Es un retrato prodigioso, liderado por un actor en decadencia (Leonardo DiCaprio) y su doble de acción (Brad Pitt), en el que el director pretende borrar las partes feas del relato, como ya hizo en ‘Malditos bastardos’. Pero la necesidad de cambiar la Historia muestra uno de los problemas más preocupantes de nuestra sociedad: la incapacidad de enfrentarnos a nuestro propio pasado.
Tan bonito como es el gesto de Tarantino en el final del filme (y tanto jugo que le saca Noel Ceballos en su brillante reflexión en GQ), también simboliza de forma quizás involuntaria la terrible necesidad que tenemos de expiar los recuerdos más dolorosos de nuestra memoria colectiva e intercambiarlos por una imagen que nos resulte más cómoda. La comodidad es, sin duda, la norma a seguir en la cultura de hoy, ya sea con narrativas poco arriesgadas, con nostalgia convertida en guiños constantes al pasado compartido (y la intertextualidad como moneda de cambio) o alargar/imitar/rehacer historias que nos vienen muy a mano. Y es que en tiempos de incertezas, buscamos seguridad, una fuerza estabilizadora en que encontramos en un remake, una secuela, un 'reboot', un 'spin-off' y de ahí hasta el infinito (y más allá). No es que Hollywood se haya quedado sin ideas, como algunos apuntan, sino que apelar a lo conocido es (a veces) un negocio seguro. En un momento de saturación de opciones, y con los millones y millones que cuesta hacer una película de gran presupuesto, apostar por lo seguro es todo lo que quieren hacer las grandes 'major'. Y lo seguro no incluye lo nuevo.
En los últimos años podemos advertir algo preocupante: sí, nos cuesta indagar en las partes más incómodas de nuestra historia o incluso de nuestros ídolos, pero más pavor aún nos da enfrentarnos al presente. ¿Qué películas hoy en día hablan de los problemas del mundo en el siglo XXI? Entre las más taquilleras de 2019, ninguna: con una abrumadora predominancia de Disney, vemos nostalgia noventera (‘El rey león’, ‘Aladdin’, ‘Toy Story 4’), fantasía comiquera entre el espacio exterior y la década de los 90 (‘Vengadores: Endgame’, ‘Capitana Marvel’, ‘Spider-Man: Lejos de casa’) y cuentos de hadas formulaicos a la búsqueda de Oscars (‘Green Book’). El año pasado, la película más taquillera en España fue ‘Bohemian Rhapsody’, un inerte homenaje a la banda británica Queen y su icónico cantante, Freddy Mercury, que se antojaba más una 'playlist' para recordar aquella maravillosa música de los 70 y 80 (es decir, para complacer a un público que se arrancaba a aplaudir y cantar en mitad de la sala de cine) que una historia que quisiese entender la esencia de su personaje (o de la época, o de la música, o de cualquier cosa).
Parece un mal endémico del cine, pero la televisión (que en general parece más abierta a nuevas miradas y retratos contemporáneos, quizás porque tiene menos que perder) también exhibe algunos ejemplos de nostalgia. El más claro: ‘Stranger Things’. La tercera temporada de la serie de Netflix ha confirmado que su retrato de los 80 está algo hueco, entre sombras formulaicas de la Guerra Fría y ecos de George A. Romero tintado de puro entretenimiento. Los terceros encuentros este verano en la plataforma han continuado con ‘Glow’, que comparte con el show de los hermanos Duffer ese retrato de una época pasada (mucho más atractiva que la nuestra) donde abundaban las luces de neón y un grupo de luchadoras revolucionaba el mundo del ‘wrestling’ televisivo.
Lo cierto es que, si vamos a mirar al pasado, podemos hacerlo con cierta conciencia. La serie ‘Fosse/Verdon’, por ejemplo, nos lleva a unos años cargados de nostalgia (el Broadway de los 60, una mirada interior a la creación de clásicos como 'Cabaret' y 'All that jazz', el retrato de dos estrellas que forman parte de la memoria cinéfila), pero lo hace con una intención muy clara: que nuestros recuerdos llenos de purpurina y canon fílmico impuesto no nos despisten del hecho incontestable de que Gwen Verdon fue ninguneada en favor de la genialidad su marido, Bob Fosse, al que ayudó a construir su legado para luego desaparecer bajo la etiqueta de "asesora artística". Antes que mirar al pasado de la misma manera que siempre, centrándose en pintar una imagen de añoranza prefabricada que dista mucho de la realidad, vale la pena tener una actitud revisionista que nos enseñe de verdad sobre qué bases se han escrito nuestros libros de historia. También es el caso de ‘Pose’, una mirada a la comunidad LGTBI de los años 80, principalmente la experiencia trans, y la tradición de aquellos ‘balls’ retratados en 'Paris is burning' que darían lugar a productos masivos como ‘RuPaul’s Drag Race’. No son productos que miren constantemente añorando lo que quedó atrás, sino que cuentan sus historias con un poso de responsabilidad.
El presente, desgraciadamente, es mucho más complejo y no tan complaciente como los 60 de Tarantino o los 80 de Netflix. Hay algunos valientes que, en un mercado donde parece que solo la nostalgia vende, se han atrevido a mirar a nuestros problemas contemporáneos. La serie ‘Euphoria’ de HBO hace un trabajo brillante en su retrato de la Generación Z, olvidada absolutamente por una cultura dedicada a ensalzar tiempos pasados, y habla de una realidad entre redes sociales, un espectro de sexualidad mucho más amplio y los problemas de los adolescentes de hoy. Al presente mira también 'Years and Years', una de las revelaciones del año, que incluso avanza más allá de 2019 para especular sobre dónde nos llevarán los problemas que no estamos solucionando. Spoiler: nos llevan al desastre. El futuro se convierte así, como en 'El cuento de la criada', en un espacio para la reflexión sobre el presente, porque las distopías no dejan de ser un reflejo distorsionado de nuestra propia realidad. Una llamada de socorro que nos obliga a examinar qué estamos haciendo mal.
¿Por qué preferimos idealizar el pasado a mirar al presente?
En los últimos años podemos advertir algo preocupante: sí, nos cuesta indagar en las partes más incómodas de nuestra historia o incluso de nuestros ídolos, pero más pavor aún nos da enfrentarnos al presente. ¿Qué películas hoy en día hablan de los problemas del mundo en el siglo XXI? Entre las más taquilleras de 2019, ninguna: con una abrumadora predominancia de Disney, vemos nostalgia noventera (‘El rey león’, ‘Aladdin’, ‘Toy Story 4’), fantasía comiquera entre el espacio exterior y la década de los 90 (‘Vengadores: Endgame’, ‘Capitana Marvel’, ‘Spider-Man: Lejos de casa’) y cuentos de hadas formulaicos a la búsqueda de Oscars (‘Green Book’). El año pasado, la película más taquillera en España fue ‘Bohemian Rhapsody’, un inerte homenaje a la banda británica Queen y su icónico cantante, Freddy Mercury, que se antojaba más una 'playlist' para recordar aquella maravillosa música de los 70 y 80 (es decir, para complacer a un público que se arrancaba a aplaudir y cantar en mitad de la sala de cine) que una historia que quisiese entender la esencia de su personaje (o de la época, o de la música, o de cualquier cosa).
Parece un mal endémico del cine, pero la televisión (que en general parece más abierta a nuevas miradas y retratos contemporáneos, quizás porque tiene menos que perder) también exhibe algunos ejemplos de nostalgia. El más claro: ‘Stranger Things’. La tercera temporada de la serie de Netflix ha confirmado que su retrato de los 80 está algo hueco, entre sombras formulaicas de la Guerra Fría y ecos de George A. Romero tintado de puro entretenimiento. Los terceros encuentros este verano en la plataforma han continuado con ‘Glow’, que comparte con el show de los hermanos Duffer ese retrato de una época pasada (mucho más atractiva que la nuestra) donde abundaban las luces de neón y un grupo de luchadoras revolucionaba el mundo del ‘wrestling’ televisivo.
Lo cierto es que, si vamos a mirar al pasado, podemos hacerlo con cierta conciencia. La serie ‘Fosse/Verdon’, por ejemplo, nos lleva a unos años cargados de nostalgia (el Broadway de los 60, una mirada interior a la creación de clásicos como 'Cabaret' y 'All that jazz', el retrato de dos estrellas que forman parte de la memoria cinéfila), pero lo hace con una intención muy clara: que nuestros recuerdos llenos de purpurina y canon fílmico impuesto no nos despisten del hecho incontestable de que Gwen Verdon fue ninguneada en favor de la genialidad su marido, Bob Fosse, al que ayudó a construir su legado para luego desaparecer bajo la etiqueta de "asesora artística". Antes que mirar al pasado de la misma manera que siempre, centrándose en pintar una imagen de añoranza prefabricada que dista mucho de la realidad, vale la pena tener una actitud revisionista que nos enseñe de verdad sobre qué bases se han escrito nuestros libros de historia. También es el caso de ‘Pose’, una mirada a la comunidad LGTBI de los años 80, principalmente la experiencia trans, y la tradición de aquellos ‘balls’ retratados en 'Paris is burning' que darían lugar a productos masivos como ‘RuPaul’s Drag Race’. No son productos que miren constantemente añorando lo que quedó atrás, sino que cuentan sus historias con un poso de responsabilidad.
El presente, desgraciadamente, es mucho más complejo y no tan complaciente como los 60 de Tarantino o los 80 de Netflix. Hay algunos valientes que, en un mercado donde parece que solo la nostalgia vende, se han atrevido a mirar a nuestros problemas contemporáneos. La serie ‘Euphoria’ de HBO hace un trabajo brillante en su retrato de la Generación Z, olvidada absolutamente por una cultura dedicada a ensalzar tiempos pasados, y habla de una realidad entre redes sociales, un espectro de sexualidad mucho más amplio y los problemas de los adolescentes de hoy. Al presente mira también 'Years and Years', una de las revelaciones del año, que incluso avanza más allá de 2019 para especular sobre dónde nos llevarán los problemas que no estamos solucionando. Spoiler: nos llevan al desastre. El futuro se convierte así, como en 'El cuento de la criada', en un espacio para la reflexión sobre el presente, porque las distopías no dejan de ser un reflejo distorsionado de nuestra propia realidad. Una llamada de socorro que nos obliga a examinar qué estamos haciendo mal.
¿Por qué preferimos idealizar el pasado a mirar al presente?
En en un momento de crisis y poca adhesión al nacionalismo británico en los años 80, se creó una tendencia cinematográfica cuyas características pueden alinearse con todo lo que hemos venido comentando. Se trata del 'heritage film', que construyó la imagen en pantalla de una Gran Bretaña icónica, victoriana, de vestidos blancos y hombres trajeados, de grandes castillos y bailes respetuosos en amplios salones, muy a lo ‘Downton Abbey’. Una tendencia que romantizaba el pasado, elevaba la importancia de las historias de las clases pudientes, eliminaba los conflictos de las comunidades con menos recursos y creaba una fascinación por el lujo de una era que no tuvo nada de elegante. El problema de estos productos es la de crear una visión del pasado apta para el consumidor, pero no realista. Cuando se cuentan historias sobre épocas que los actuales espectadores no han podido vivir, el pasado se convierte en un lienzo en el que crear imágenes simples para retratar momentos históricos altamente complejos. Y así, qué importará lo que digan los libros de Historia mientras en las mentes de todos exista esa fantasía de la opulencia. Así de fuerte es el poder de las imágenes.
Por eso, deberíamos tener cuidado con la forma en la que idealizamos ese pasado. La nostalgia no es inofensiva, sino extremadamente política. Mirar atrás moldea nuestra memoria, que es muy corta aunque no queramos admitirlo, y nos distrae de mirar al presente. Como espectadores, lo hacemos encantados, del mismo modo que cambiamos de canal cuando llegan las noticias o no pasamos del titular en los enlaces de Twitter. Porque es cómodo. Revivir a los Cazafantasmas una y otra vez también lo es. Pensar que en los 80 se vivía mejor y se bebía mucha Coca-Cola también. Por suerte, siempre estarán aquellos que apuestan y ganan (Jordan Peele y su 'Nosotros' es la única película original que se ha colado en el top 10 de la taquilla norteamericana este año), y tenemos cierta responsabilidad de apoyarles para que no desaparezcan. No son leones en CGI, pero lo que tienen que decir bien merece una entrada de cine.
¿Ha muerto el cine? Para nada. En un artículo publicado en The Atlantic, Derek Thompson analizaba cómo Hollywood estaba sucumbiendo a toda esta espiral de nostalgia, secuelas y búsqueda del menor riesgo, y concluía con esta reflexión:
Por eso, deberíamos tener cuidado con la forma en la que idealizamos ese pasado. La nostalgia no es inofensiva, sino extremadamente política. Mirar atrás moldea nuestra memoria, que es muy corta aunque no queramos admitirlo, y nos distrae de mirar al presente. Como espectadores, lo hacemos encantados, del mismo modo que cambiamos de canal cuando llegan las noticias o no pasamos del titular en los enlaces de Twitter. Porque es cómodo. Revivir a los Cazafantasmas una y otra vez también lo es. Pensar que en los 80 se vivía mejor y se bebía mucha Coca-Cola también. Por suerte, siempre estarán aquellos que apuestan y ganan (Jordan Peele y su 'Nosotros' es la única película original que se ha colado en el top 10 de la taquilla norteamericana este año), y tenemos cierta responsabilidad de apoyarles para que no desaparezcan. No son leones en CGI, pero lo que tienen que decir bien merece una entrada de cine.
¿Ha muerto el cine? Para nada. En un artículo publicado en The Atlantic, Derek Thompson analizaba cómo Hollywood estaba sucumbiendo a toda esta espiral de nostalgia, secuelas y búsqueda del menor riesgo, y concluía con esta reflexión:
"Las películas no están muertas en ningún sentido significativo de la palabra, particularmente ahora que pueden ser monetizadas de forma muy rentable a través de acuerdos televisivos, parques temáticos y 'merchandising'. Pero están atrapadas en una carrera armamentista cada vez más costosa con el objetivo de crear nuevas franquicias para un público nacional que busca productos originales más allá del multicine".