lunes, 18 de septiembre de 2017

Michael Ignatieff: “La democracia liberal ya no está segura en ninguna parte” a


Michael Ignatieff (Toronto, 1947) nos habla desde Budapest, como rector de la Universidad Centroeuropea, amenazado por el primer ministro, Viktor Orbán, y diana de demonios pasados hoy llamados las más de las veces populistas, nacionalistas cada vez más xenófobos y, a menudo, autoritarios.


En la conversación se repiten los silencios. Sopesa cada una de sus palabras. Revive territorios de la antigua Yugoslavia, las exrepúblicas soviéticas, Irlanda o el Kurdistán, fracturas a las que dedicó un exitoso libro en los 90. Recuerda los días en que fue el líder de la oposición liberal en su bilingüe país, Canadá –hoy su compañero de filas, Justin Trudeau, es el premier… Y a ello este expolítico y experiodista agrega ahora, desde la academia, el puñado de ciudades globales que recorre en su último libro, Las virtudes cotidianas (Taurus, 2018), entre ellas Nueva York y Los Angeles, Río de Janeiro y Fukushima u otras tantas de Birmania, Sudáfrica o Bosnia para hablar del mundo en el siglo XXI, con el pluralismo por bandera.

Quizá por ello se para, mira, analiza y relata el presente, con un ojo puesto en el pasado y la esperanza en el futuro.
Vivimos divididos entre izquierda y derecha, Este y Oeste, Norte y Sur, religión… Y hoy parece el tiempo de la división identitaria incluso dentro de sociedades liberal-democráticas asentadas como EE.UU., Francia e Italia o Suecia. ¿La cuestión identitaria ha venido para quedarse, es la ‘marca’ del siglo XXI?

En la cuestión identitaria, la primera pregunta es: ¿quién soy y cómo obtengo reconocimiento por lo que me distingue, sea mi nacionalidad, religión, raza, clase, género, etcétera? Son cuestiones que todo ciudadano se pregunta, y por eso la sociedad tiene que asegurarse de que este respeto es igualitario y se puede hacer dentro de los parámetros de la democracia liberal, que es lo más problemático. Porque si a eso le añades el reconocimiento y la justicia por lo pasado, se vuelve muy complicado. No sólo hay mujeres, sino mujeres negras, blancas, catalanas… Hay una identidad de clase, social, racial o de género, y todas tienen una historia. No estoy seguro de que pueda lograrse un reconocimiento igualitario para la historia de cada uno. En una democracia liberal, el respeto en vigor es a las personas, los individuos, al ciudadano, y lo que estábamos hablando pertenece a una categoría de grupo, que antes o después puede convertirse en excluyente.

De hecho, usted ha criticado, en su libro más reciente, que no vivimos en un entorno multicultural, en ciudades de comunidades plurales –ni en Londres ni Toronto ni Los Angeles–, sino en unas de barrios autosegregados. ¿Qué problema representa para el futuro de nuestras sociedades liberal-democráticas?

Decimos vivir en una comunidad política, pero de hecho segregamos entre clases, razas, etc.; en divisiones muy destructivas para la democracia liberal, porque se viola la igualdad y la gente comienza a sentir que vive en mundos totalmente segregados. El mundo de los pobres de Barcelona es diferente del de los ricos de Barcelona, por ejemplo. Y esto es un reto enorme. Hay que reducir la distancia entre lo que se dice que hacemos y lo que realmente hacemos, sino la democracia liberal morirá.


Las democracias liberales no son un paraíso. Sólo hay soluciones intermedias

Muchos opinan que el esencialismo, o el fundamentalismo, son la vía para la ruptura de toda comunidad política, porque ésta siempre es más grande que la visión de un solo individuo. Vista la actualidad, ¿volvemos, en cierto sentido, a ese mundo simplificado como quizá lo fue en los años 1930, a una voz, un líder…? ¿Es un problema?

La democracia moderna es difícil de gestionar y hacer funcionar. En ella todo el mundo tiene algo que decir, y hay mucha impaciencia en las reclamaciones. Por ejemplo, muchos catalanes quieren un Estado independiente, pero el problema es que hay muchos en Catalunya que no quieren una Catalunya independiente y no puedes pretender que esas personas no existen. No se trata de si la independencia de Catalunya es una cuestión buena o mala. La esencia de la democracia es reconocer el desacuerdo, y lo complicado vivir en la fantasía de buscar una fe, una nación, un pueblo, un líder. Estas son ideas muy peligrosas. El nacionalismo catalán ha sido democrático y pluralista, pero pertenecer a algo que reclame un pueblo, una nación, un Estado, puede llevar a confiar y desear un líder y ello puede llevar al autoritarismo. Es peligroso, e ingenuo, porque las democracias, cuando son suficientemente fuertes, pueden responder muy rápido a las crisis.


A este respecto, una cita del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, tras ser reelegido este año: “El tiempo de la democracia liberal ha acabado”. Y eso que tanto Orbán como su partido Fidesz fueron liberales en el pasado. ¿Qué está haciendo tan mal la democracia liberal que (incluso) sus primeros defensores en el Este quieren finiquitarla?

El mensaje que leo en Orbán y por lo que pasa en otros lugares es que la democracia liberal ya no está segura en ninguna parte. El Ejecutivo quiere más poder. Y el Parlamento. Y la Justicia. Y los medios. Las corporaciones también quieren poder. Todos. Y la Constitución es la que pone las reglas del juego. Es una batalla constante y muy inestable. Así que, ante la constante demanda de poder, el genio de la democracia liberal fuerte es que la constitución marque las reglas de la competición e intente asegurarse de que nadie concentre todo el poder. Aunque puede pasar, y está pasando en Hungría, Polonia, Rusia y Turquía. Y si lo permites, pierdes la democracia.

El único modelo que puede funcionar en el siglo XXI es la inclusión pluralista

¿Se podría decir que la ola populista también es, en parte, consecuencia de una crisis mediática como ya pasó en el pasado?


El mundo vive la mayor revolución mediática desde Gutenberg y la invención de la imprenta en el siglo XV, que llevó a la consecuente inestabilidad del poder en el XVI, una de las razones tras la ruptura de la unidad en el cristianismo y el desafío a la autoridad de la Iglesia católica y Roma. Lo mismo ocurre hoy. Las redes sociales empoderan a los individuos, les da una plataforma y una increíble fuente de información. Se empodera desde las bases, pero también desde lo alto. La cuestión más compleja es cuánto poder dan a los regímenes autoritarios y a los Estados de un solo partido, porque la revolución de las redes sociales ha dado poder al Partido Comunista chino, a Putin en Rusia, a Orbán en Hungría. Hay una batalla, y no sabemos cómo acabará.

Y como en el pasado, esta ola populista, nacionalista, etc., ¿puede llevarnos a nuevos conflictos incluso en Occidente? ¿Es una posibilidad real?

Tenemos bombas nucleares, un enorme poder de confrontación en EE.UU. y Rusia, China o Europa, por lo que es muy improbable. Las nuevas armas nucleares hacen el precio de la guerra increíblemente alto. Además, ahora se ha pasado de la batalla real y física a una donde la competición por el poder está en el ciberespacio. Los rusos lo han intentado. En Alemania, Reino Unido o incluso probablemente en España, no lo sé, pero definitivamente en EE.UU. Si podemos mantener este conflicto en el ciberespacio, al menos las personas no mueren, aunque haya el riesgo de no calcular bien. Es un mundo inestable y peligroso, pero siempre lo ha sido y no creo que sea peor que en los años 50, cuando había un miedo y peligro real de guerra nuclear en Corea, que luego pasó a Vietnam entre China y EE.UU., o en los 80 por los misiles crucero, etc., en Europa. Venimos de tiempos difíciles y no veo nada de momento que se pueda considerar así.

La vuelta del nacionalismo más visceral

En Europa como Estados Unidos hay hoy una clara influencia del autodeclarado populismo, la más de las veces fuertemente nacionalista. Trump, Salvini, Orbán, el partido de Kaczynski en Polonia… ¿es tan fuerte como parece?

Las elecciones al Parlamento Europeo quizá produzcan la evidencia de esta tendencia, que en Europa es realmente fuerte. Hay un nuevo estilo de política, pero su problema es que divide a la gente; hace tantos amigos como enemigos. Y en una democracia, cuando haces más enemigos que amigos, en cierto momento pierdes... Es como funciona. ¿Cuántas veces puedes insultar a las mujeres, a los negros o a los homosexuales antes de que decidan que no volverán a votarte? ¿Cuántas veces puedes jugar con las finanzas públicas antes de que la gente diga que los números no cuadran?

Pero pensando en las razones, ¿hasta qué punto la última globalización ha permitido el actual auge populista y nacionalista en el liberal y democrático Occidente?

Como dijo Dani Rodrik, habría una contradicción entre la globalización y la democracia. Las personas quieren democracia, y la promesa de ésta es que serás el amo de llaves de tu casa. Pero como descubrió el caso español en la crisis financiera, fue despertarse y pensar que nadie tenía el control. ¿Cómo se permitió esa grotesca expansión de la especulación en la construcción y el crédito? Sin embargo, no creo que este ejemplo diga que la economía global es, en sí, un desafío para la soberanía nacional, sino más bien es la prueba de que los gobiernos democráticos no han regulado de forma efectiva. La globalización está bien, si tienes gobiernos fuertes que regulan a los mercados. Pero es peligrosa con gobiernos débiles que no los regulan. Este es el mensaje.


La UE no es un estado-nación ni una democracia liberal tradicional, por lo que, precisamente por lo que nos acaba de mencionar, ¿cómo responder a sus críticos? ¿Sobrevivirá a esta ola populista?

La UE es libertad de movimiento de personas, bienes e ideas, con los europeos manteniendo sus identidades nacionales pero, poco a poco, uniéndose cada año un poco más. Estos son logros poderosos y no veo nada en los problemas que encara que la puedan superar. Todo está mal excepto esto, pero esto es lo más importante, porque funciona y beneficia al europeo, que coge un tren en España, va a París y puede trabajar. Incluso el exprimer ministro de Francia es candidato a la alcaldía de Barcelona. Increíble. Es la Europa del siglo XXI. No sé dónde o cómo debería acabar, pero debemos dar un paso al lado del titular de los medios y ver el cuadro completo.

Precisamente por el renovado debate identitario, ¿en cierto sentido todavía estamos bajo las consecuencias de la política romántica de la Revolución francesa, esa de un estado, una nación en base a una libertad, fraternidad e igualdad de forma que se evita el pluralismo?

Pagamos un alto precio por el modelo de la Revolución francesa. Todo acto revolucionario se ha visto con alguien asesinado, y éste es un problema de violencia. Más allá, tener un pueblo, una nación en un Estado, esto podías hacerlo en la Francia del siglo XVIII, pero incluso entonces tenías una tremenda resistencia, que se afrontó con violencia, como pasó con la revuelta de la Vendée, cuando la Francia católica y rural rechazó la revolución con violencia contrarrevolucionaria. El único modelo que puede funcionar en el siglo XXI es la inclusión pluralista. Todo país debe tener un control de fronteras, decidir quién entra, quién no y poder repatriar a quien entre de forma ilegal. Pero incluso cuando tienes eso, habrá población de todas partes del mundo, y por eso que el único modelo que pueda funcionar sea uno liberal democrático, pluralista, con check and balances y la protección de los derechos de las minorías para evitar que las mayorías las opriman.

Quizá por ello, algunos Estados han reintroducido o piensan en reinstaurar un servicio nacional, sea militar o civil, para dar con un terreno común y ‘construir’ ciudadanía. Otros hablan de propugnar una leitkultur, una cultura predominante en el país que enseñar a los inmigrantes, etc., lo que siempre es polémico. ¿Es ésta una alternativa factible?

Dedicar un año a replantar árboles en tu país, trabajar en un centro para niños, o enseñar en un colegio, entre el instituto y la universidad, estaría bien. Haces algo por tu país y vives con gente de otras partes de España, por ejemplo. Ayudaría a permanecer unidos. Pero esta especie de servicio civil debería ser voluntario y no militar.

España-Catalunya y la solución canadiense

También a raíz del renovado debate identitario, hace poco el presidente Pedro Sánchez dijo que el ejemplo de Quebec en Canadá es la mejor manera de resolver la crisis en España por Catalunya. ¿Usted también lo cree?

Soy canadiense, así que Canadá es perfecto… Pero mire, cada país es diferente y no se puede transportar el modelo canadiense a España. Pero puedes aprender de él. Hace pocas semanas hubo elecciones en Quebec y por primera vez desde los años 1960 la cuestión nacional no estuvo en el centro del debate. ¿Qué nos dice esto? Que las cosas cambian. Y en este sentido, es equivocado pensar que la crisis de España y Catalunya será eterna.

En España se habla de 10, 20 años... Un periodo muy largo.

Generaciones, hasta que se cree que la agenda nacionalista no es una solución a los problemas que haya. Eso es lo que muchos quebequeses están diciendo. Y yo creo que esto pasará en España. La clave es que la discusión y el diálogo entre las personas se mantenga, de los que quieren la independencia con los que no. Seguid dialogando. Porque esta es la otra lección de Canadá: nada de actos unilaterales.

Esta es la otra lección de Canadá: discusión y diálogo, nada de actos unilaterales

Eso es como afirmar que una tensión continúa, pero sin un choque final, es mejor que esperar una solución definitiva o ‘mágica’. Y la gente suele pedir un final, una ‘solución final’, definitiva. ¿Qué responder? ¿La hay?

No hay soluciones mágicas. Sólo queda hablar, dialogar, discutir, tener paciencia y vivir juntos, pese a no estar de acuerdo los unos con los otros. Las democracias liberales no son un paraíso, es estar de acuerdo en poder estar en desacuerdo. Y seguir adelante. Sólo hay soluciones intermedias, en la vida y en la política. Para todo. En tu matrimonio, en tu negocio, en tu profesión, en la universidad y en un país, hasta que encuentres una solución mejor. La gente que persigue ‘soluciones finales’ destruye países.

Pero en Catalunya y en España, al menos en la actualidad, la desconfianza aparece, muy a menudo, como algo más habitual que la confianza. ¿Qué pasa si uno de los dos se niega a escuchar y hablar?

La alternativa sería la violencia, y tampoco ésta es la solución. Hay que escuchar. Ahora mismo los espacios para ello son muy pequeños. En EE.UU. es terrible. Y esto es veneno para la democracia. Se llega a un punto donde solo hay una alternativa: o escuchas o luchas. Y hablar siempre es mejor que luchar. Toca seguir hablando.

Muchos dirán, ‘está bien hablar, pero luego hay que hacer algo palpable, tomar medidas a nivel institucional.’ ¿Es ‘nostálgico’ de su vida como político para demostrar que todo lo que señala es posible?

Algo que casi todo político aprende de la política es lo difícil que es hacer cualquier cosa. Los objetivos tienen que ser factibles, porque en la democracia liberal casi todos tienen algo que reclamar. Y no podemos tener éxito y arreglarlo todo. Está bien saberlo. No soy nostálgico. Intento mantener una institución libre en marcha en una ciudad donde no quedan muchas. Y las instituciones importan, mucho. Es trascendental que los diarios sigan haciendo su trabajo, y las universidades, etcétera. Son cruciales para una democracia fuerte.

La gente que persigue ‘soluciones finales’ destruye países

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