lunes, 6 de agosto de 2018

La secta de "Los Bolcheviques" a



Moscú, alborada de la Revolución de Octubre. El Hotel Nacional ya se llama Primera Casa de los Soviets; el Metropol, Segunda; el Seminario Ortodoxo, Tercera; el Hotel Peterhof, Cuarta. Los mejores edificios de la capital han cambiado nombres y dueños, explosión semántica y revolucionaria, apoteosis bolchevique.
En la tesis central de Yuri Slezkine, House of Government: A Saga of the Russian Revolution, un libro de hálito tolstoyano en cuyas más de mil páginas me sumerjo hace meses, una secta implacable y feroz (también consigo misma) se había hecho con todo el poder sobre el pueblo ruso, hondo, trágico y enorme en su cultura, a la cual admiro, oblicuo (no leo ruso), desde mi infancia. Slezkine defiende, polémico, que los bolcheviques conformaron una secta excluyente y autodestructiva como había habido muy pocas otras en la Historia. Por la fuerza iba a durar, pero no podía perdurar.
El que los bolcheviques jamás creyeron en el derecho, en las instituciones, lo proclamaron ellos mismos. También siempre lo supimos todos, pero casi todos callaron, nunca entendí cómo tantos de los de entre mi generación se negaron a ver que Yákov Sverdlov (1885-1919, murió de gripe) fue alguien muy especial, alguien a quien no le sació hacer matar a la familia de zar junto con el zar y la zarina mismos y sus sirvientes. Hasta sus perros fueron ahorcados.
El libro subyuga porque su autor logra que la verdad histórica fluya como una novela. Desfilan centenares de personajes centrales del bolchevismo originario, muchos de los cuales se matarían entre ellos, que no todo fue culpa de Stalin, como igualmente nos quisieron hacer creer.

Slezkine centra su historia en la Casa del Gobierno, un edificio moscovita entre neoclásico y constructivista, acabado en 1931 para alojar a los dirigentes soviéticos. Contaba 505 apartamentos de dos, tres, cuatro y más habitaciones, con espacios comunes a docenas, hasta un teatro. Las grandes purgas de la segunda mitad de los años treinta del siglo XX diezmaron a sus moradores, hombre a hombre, una y otra vez, noche tras noche. Luego los nazis casi llegaron a Moscú. Después de la Segunda Guerra Mundial, la secta se convirtió en una Nomenklatura, una burocracia ya más intrínsecamente inepta que perversa.
Recuerdo haber visto la Casa por fuera, a principios del siglo XXI, cuando la estrella plateada (ya no roja) de Daimler Benz coronaba, grotesca por incongruente, uno de sus tejados. Si gustan de Tolstoy y de Solzhenitsyn, el de Slezkin es un libro que todo amante de la historia rusa debería leer.
El segundo libro contra los sectarios me lo recomienda un abogado cercano, muy culto y medio francés: El orden del día, de Éric Vuillard, premio Goncourt de 2017. A diferencia del anterior, este es muy breve (unas 150 páginas), pero fulgura. Arranca con la visita secreta que, el 20 de febrero de 1933, los 24 más grandes industriales de Alemania rindieron a Hermann Goering y a Adolf Hitler en el parlamento alemán (el Reichstag). Los nuevos amos les pidieron y consiguieron financiación electoral. El 27 de febrero el fuego arrasó el edificio. Hitler y sus bandidos hicieron enseguida lo propio con la institución del parlamento mismo: un decreto de 28 de febrero les permitió deshacerse de sus adversarios (no solo de los) comunistas. Por fin, el 23 de marzo, el parlamento mismo aprobó una ley que concedía a Hitler el poder de legislar. En un mes las instituciones habían sido aniquiladas.
Sectarios los hay en todas partes. No hay que darles ni agua, pero dejémosles hablar, que nosotros no habremos de presumir, nunca, no tenemos de qué, no encarnamos la Historia. Bastará con que les exijamos respeto a las instituciones —a los parlamentos, a los gobiernos, a los tribunales, a las agencias reguladoras, a las entidades públicas y privadas que vertebran el país-. Ante los designios del sectario de asaltar el poder en las instituciones para destruirlas luego, solo habrá que preguntarle: ¿jugarás de acuerdo con las reglas o las cambiarás a medio partido?, ¿cuándo entres en el edificio, sede de la institución a la cual dices servir, estará ya todo decidido de antemano?, ¿gobernarás con tu gobierno o lo harás a sus márgenes, solo con los tuyos?, ¿y qué les ocurrirá mañana a aquellos de los tuyos que hoy han osado discrepar del pensamiento del grupo? Toda democracia es institucional, nunca sectaria. Ambos libros son ejemplares. Jamás demos pie a que nos escriban uno parecido.




Como tal vez recuerde el lector, en el último recuadro, me proponía dar cuenta de la atención que la New York Review of Books había prestado a la conmemoración del centenario de la Revolución de Octubre.Pero me había quedado en el comentario del artículo de Isaiah Berlin, desempolvado para la ocasión. Lo que el número de 23 de Noviembre de la Revista ofrece es información sobre un libro del historiador ruso-americano Yuri Slezkine acerca los bolcheviques, The house of Government. A saga of the russian Revolution, recién aparecido. Al agudo recensionista, Benjamin Nathans, al que sigo de cerca aquí, le interesa, en primer lugar, el tipo de literatura al que pertenece el volumen: un mixto de historia, antropología social, historia intelectual y crítica literaria, con un dominio de la lengua extranjera que recuerda, nada menos, que a Nabokov y Conrad. El autor se ocupa de los bolcheviques,su tema principal, pero también de sus mujeres e hijos, captando sus pensamientos y emociones, así como sus intimas relaciones.

The House of Government es un edificio, al otro lado del río Moscú, de 507 apartamentos amueblados, construido a finales de los veinte del pasado siglo, destinados a vivienda de la élite burocrática del sistema soviético, su nomenklatura. Allí vivió Nikita Khrushchev, o Maxim Litinov, ministro de asuntos exteriores de Stalin, o Matvei Berman, artífice del sistema del Gulag. Nicolai Bukharin reservó varios apartamentos para su familia, etc: se trataba de “viejos bolcheviques” esto es, revolucionarios profesionales, hombres y mujeres, que bajo el régimen zarista se habían hecho del partido en su juventud. Habían estado en la cárcel o Siberia; juntos, habían confraternizado; se habían casado entre ellos y, desde luego, se habían sermoneado mutuamente.
Lo que pretende el libro es contemplar la Revolución desde una perspectiva religiosa. Se orilla así la óptica marxista, marginando el problema de la inversión del modelo de Marx en el caso de Rusia, pues la revolución tuvo lugar en una región en la que no había capitalismo, o como curiosa culminación del racionalismo y secularismo de la Ilustración. Si se estudia el papel de la élite dirigente o se analiza la inspiración de muchos de los empeños o propuestas de la Revolución, es difícil ignorar una matriz religiosa en la fundación y constitución del régimen soviético. El autor de “The house of Government” es consciente de que la aplicación de la rasilla teológica no es exactamente una novedad en el estudio de los fenómenos políticos. Carl Schmitt publicó en 1922 su Teología Política, mostrando como muchas nociones jurídicas, tales como la idea de ley, o los conceptos de soberanía y el estado, no dejaban de ser la trasposición de categorías teológicas, camuflando lo sagrado en lo que se presentaban como instituciones seculares. 
El filósofo Nikolai Berdyaev habló precisamente de las energías religiosas del bolchevismo. Lo importante, viene a decir Slezkine, no es la consecución del poder, ni los objetivos transformadores de la revolución, sinola oportunidad para el reconocimiento entre los elegidos que la acción revolucionaria suministra a quienes la practican.

Los bolcheviques pretendían realizar el “reino de la libertad”. Se trataba de grupos radicalmente opuestos al mundo corrupto, dedicados a “los abandonados y perseguidos”, integrados por voluntarios que, llamados a una misión salvífica, habían experimentado una conversión personal. Compartían entonces un sentimiento de exclusividad, austeridad ética e igualitarismo social. En una palabra, eran una secta. Slezkine además aplica asimismo una denominación religiosa para designar los objetivos o hitos de la revolución. El capitalismo es Babilonia, los bolcheviques son los predicadores; el marxismo leninismo es la fe; la propaganda, el “trabajo misionero”; la Nueva Política, “la gran desilusión”; la revolución desde arriba de Stalin la segunda llegada; y el gran terror, el último juicio.
Hay algunos apuntes del libro, del que da noticia Benjamin Nathans, que parecen sugerentes. Así el señalamiento de precedentes de milinarismo, o, podríamos decir, de momentos sectarios, en muchos movimientos religiosos y políticos, hablemos de los puritanos, los anabaptistas olos jacobinos, que no impiden la institucionalización y moderación de las revoluciones, cuando estas alcanzan su momento termidoriano. No obstante “ya hablemos de liberales, comunistas, fascistas o autoritarios, cada forma política de un modo u otro descansa en la autoridad carismática y en la, aunque de ordinario disfrazada, legitimación religiosa del poder político”.
Me parece, en segundo lugar, interesante su sugerencia de que a la construcción del mito de la revolución, no le venía mal, un aura religiosa. Se trataba, en suma, de incidir en una formulación apocalíptica (esto es, grandiosa e inevitable) y escatológica (la llegada del reino verdadero y feliz) que resultaba fácil de comprender y, por ello, tenía asegurada una recepción universal. En efecto, una vez habían sido descartadas como fuentes de legitimación, por su vinculación con el antiguo régimen, la monarquía y la nación, quizás solo quedaba disponible en la argumentación política una justificación de fondo religioso.

La última cuestión que se suscita en el libro de Slezkine tiene asimismo interés, aunque su ponderación exacta en la realidad deba atender al carácter ensayístico del estudio. Pero si admitimos la importancia de la referencia cultural o ideológica en toda forma política, merece la pena considerar la tesis de nuestro autor, que confiere un papel relevante en la quiebra del sistema soviético a la familia. La verdad es que nadie sabía lo que debía ser una familia comunista, o qué había que cambiar en las relaciones entre padres e hijos, o como adaptar los lazos eróticos a las exigencias de la revolución. Esta perplejidad era resuelta de modo diferente, según revelan los papeles de alguno de los moradores del gran edificio. Así, hay un testimonio de anticonvencionalismo. No quería parecer un burgués, dice el escritor Aleksandr Serafimovich (apartamento 82). “Para evitar esta transformación me pongo a escupir en todos los rincones y el suelo; me sueno la nariz; y me meto en la cama con mis zapatos y el pelo alborotado. Parece que resulta”. Para el ideólogo, Aron Solts (apartamento 393), “la familia de un comunista debe ser el prototipo de la célula, un conjunto de camaradas en donde se vive en familia lo mismo que fuera de ella”. Pero la verdad es que nadie tenía una respuesta convincente. Las sectas se basan en la camaradería de hermanos o,en su caso, de hermanas, pero no entre padres e hijos. Lo cierto es que incapaces o no deseosos de abolir la familia, los bolcheviques no pudieron reproducirse y la familia resistió el asalto de la ingeniería social de Stalin. Como dice un personaje de Turgenev, y la cita no sé si procede de Slezkine o de Benjamin Nathans, a quien yo a mi vez como decía sigo, el amor choca contra cualquier voluntad de hierro. “Se nos había dicho que la voluntad triunfaría, pero lo cierto es que queda sepultada en la ola del amor”.

La reseña que hace Benjamin Nathans está precedida de una referencia a un trabajo de 1994 de Slezkine que estudia la política sobre las nacionalidades en la Unión Soviética, que le valdría reconocimiento internacional al profesor ruso-americano de Berkeley. El tratamiento de Lenin y Stalin de la cuestión nacional afrontó la liberación de las oprimidas nacionalidades (el zarismo había sido, según la conocida expresión de Lenin, una “cárcel de naciones”); pero el resultado no fue la superación del nacionalismo sino, por el contrario, su reforzamiento, confirmando, de otro lado, la indisimulada e inevitable etnofilia nacionalista comunista. Ocurrió, en efecto, que la política de las nacionalidades soviética nutrió una diversidad étnica imparable que estallaría en los numerosos estados que se independizan tras la caída del comunismo. La casa común socialista había quedado pequeña para los moradores, cuya conciencia de singularidad no fue compensada por la lealtad al Estado compartido. Igual algunos deberían aprender con el ejemplo.
PS: Por lo que se refiere a algunos ecos del centenario de la Revolución entre nosotros. En cierto modo la especificidad de la revolución rusa es abordada en términos comparados por José Álvarez Junco en un número reciente de Claves (el 257: La Revolución de Octubre y todas las demás). Se trata de una variación inteligente sobre On Revolution de Hannah Arendt. Algún aspecto de la moral sexual del régimen comunista se deja entrever en la columna más reciente de Antonio Muñoz Molina en Babelia, donde se explica el triángulo amoroso de Lenin.
No tengo tiempo de revolver en el armario de la memoria para localizar un número de la Revista Destino de la última época dedicado a la Revolución, aunque recuerdo un artículo de Francesc de Carreras y otro de Jordi Solé en el ejemplar que conservo. El modo en que se vivían en la London School of Economics los avatares del régimen soviético sí que daría para una columna. Nunca entendí que se gastara tanto esfuerzo en estudiar lo que se odiaba con todas las fuerzas. Hablo del Departamento Russian Studies que, a finales de los setenta del pasado siglo, comandaban Leonard Schapiro y mi admirado profesor Peter Reddaway.

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