La nostalgia, que no debe confundirse con la tristeza ni con la melancolía, ha sido descrita como una sensación de anhelo por un momento, situación o acontecimiento pasado. O por un país, podríamos añadir. Como es el caso de los viejos exiliados cubanos. De hecho el término “nostalgia”, que fue acuñado en 1688 por el médico suizo Johannes Hofer, proviene de las palabras griegas nostos (regreso al hogar) y álgos (dolor). Que es, en esencia, lo que sienten los que nunca han vuelto a la isla. O, al menos, lo que acostumbraban a sentir. Y es que el exilio cubano ha sido tan prolongado que las nostalgias ya no son las mismas. Hay otras nuevas: las que comenzamos a sentir por el país que nos acogió.
Hemos vivido toda nuestra vida adulta en Estados Unidos y la mayoría de nuestros recuerdos y vivencias ya no tienen que ver con Cuba sino con el lugar donde nacieron nuestros hijos y nietos. Y también con el lugar donde enterramos a nuestros padres y abuelos. Es verdad que aún seguimos aferrados a nuestras viejas añoranzas; pero esas, para muchos, ya no son valederas. No hemos dejado de pensar en Cuba, pero sus reminiscencias, borrosas por el paso del tiempo, comienzan a desvanecerse en la memoria. Como las viejas fotografías, apenas iluminadas por el ilusorio resplandor de una pasada y compartida felicidad.
Hace unos años, en uno de los salones de Cuba Nostalgia, pude ver a una familia cubana parada sobre un mapa de la isla tratando de adivinar en sus contornos geográficos las ruinas de la iglesia en la que fueron bautizados, los despojos de su hacienda confiscada y la tumba sin nombre de un hermano fusilado. Tomados de las manos caminaban abrumados sobre las distintas provincias y en sus rostros era posible advertir una profunda tristeza.
En otro salón, sobre un mapa callejero de la ciudad de La Habana extendido en el piso y en el que claramente podían distinguirse sus cuarenta y tres barrios, un matrimonio mayor intentaba encontrar la calle donde alguna vez estuvo la casa en que nacieron. Ni la sonoridad de los nombres de las avenidas y calzadas lograba rescatar del olvido los agazapados recuerdos de la infancia. Leían sus nombres –Santa Catalina, Compostela, Perseverancia– y todos les provocaban una extraña perplejidad.
Y me pregunto: ¿hasta cuándo seguiremos pensando en el regreso a una Cuba que ya no es la que conocimos? ¿Por qué no comenzar a sentir las nuevas nostalgias del exilio? ¿Por qué no añorar nuestro primer apartamento en la Calle Siete del suroeste de Miami; nuestra primera casa en el este de Hialeah; la fiesta de graduación de nuestra hija y su boda en la Iglesia Little Flower de Coral Gables? ¿Por qué no sentir nostalgia por las tardes dominicales de zarzuelas que la Sociedad Pro Arte Gratelli presentaba en el Miami Dade County Auditorium de la calle Flagler y por las columnas semanales de Fausto Miranda en El Nuevo Herald? ¿O también, por qué no, por el combativo patriotismo de los primeros años?
Sí, son las nuevas nostalgias de un viejo exilio; pero no por eso menos nuestras.
la cuba del exilio
Muchos exiliados cubanos procuran combatir, infructuosamente, la nostalgia, recreando en los lugares que escogieron o les tocó reiniciar sus vidas acontecimientos, actividades, establecimientos y fechas que tienen grabadas en la memoria de manera indeleble.
Por ejemplo, una de las entidades de la república en la que muchos participan son los municipios, al extremo que todos los años la mayoría de sus asociados celebran al menos una fiesta en la que reviven algunas de sus tradiciones más importantes, a la vez que rinden tributo a la nación en su conjunto. Es una actividad muy sentida en la que, al rememorar la pequeña patria, se sumergen en lo que nunca hubieran querido perder.
Recientemente, el municipio de Ciego de Ávila celebró una de sus actividades, el Baile de las Flores, una fiesta que efectuaban en la ciudad natal y que con orgullo siguen aclamando en suelo extranjero. En el festejo se podía apreciar cómo aquellos hombres y mujeres cargaban sobre sus espaldas el lugar donde nacieron. Abuelos como Berta y Matías López sentían orgullo al evocar el pasado, y muy satisfechos de haber trasmitido a sus nietos el amor a la tierra que ellos no conocieron.
Hace varios años el recién desaparecido Lorenzo de Toro, ciudadano ejemplar, editor de la revista Ideal, dijo que muchos cubanos se percataban de cuánto amaban y añoraban a su país cuando se alejaban de sus costas, parafraseando la frase del Apóstol de que solo son bellas las playas del destierro cuando se les dice adiós.
En verdad, muchos descubrieron su profunda cubanía cuando le dijeron adiós al convulso caimán. Fue en la lejanía cuando se dieron cuenta de que unas inquietas neuronas se despertaron para decirles: "Yo no soy de aquí, yo soy de allá". Cuba ha sido para todos como el título de una vieja canción, una sublime obsesión que no abandona, que corta la voz, moja los ojos y aprieta el estómago cuando hacen una simple pregunta: "¿Regresarías?".
Es una realidad que un número importante de mujeres y hombres con talento y voluntad creadora han producido una cultura en el exilio enraizada en el patrimonio que se gestó en la isla. Si como individuos se labraron un nombre y marcaron pautas, también contribuyeron de forma relevante al acervo cultural cubano allende las fronteras, con independencia de la influencia y el poder que ejercen los que gobiernan la isla.
La globalización de la cultura cubana es una realidad, razón por la cual está en constante enriquecimiento. Tanto el exilio como el totalitarismo han impulsado el conocimiento de nuestras especificidades y ayudado a una interactuación con factores exógenos que no evitan nuestra singularidad. Esta globalización de lo cubano ha posibilitado una contradicción en nosotros como individuos: amamos al país que nos acoge y seguimos atados indisolublemente a la tierra de nuestros espíritus.
Paradójicamente, aunque la biología sigue inexorablemente acrecentando los obituarios, se aprecia que cada día son más los que dicen sentirse cubanos sin haber nacido en la ínsula. Son cubanos por sentimientos, por su capacidad de identificarse con un dominio que, aunque no conocieron directamente, lo han asumido de sus abuelos y sus padres. El respeto de sus mayores a tradiciones y costumbres les ha permitido, en una especie de ósmosis de los sentimientos, compartir recuerdos y vivencias, y asumirlos como propios. Todo se ajusta a lo que en su momento dijo Fernando Ortiz: la cubanía es algo que se tiene en la sangre, es algo que está en el corazón. La cubanía es un trayecto del alma y del espíritu.
Pero unos y otros, han aprendido que las raíces nacionales cubanas trascienden las fronteras, que el ser cubano, como dicen por ahí, más que un gentilicio es una profesión. Hemos sido capaces de recrear en alguna medida la Cuba que conocimos o de inventar la que queremos. La nostalgia la hemos cultivado con esmero y tal dedicación que es posible que aun los no creyentes tengan esperanzas, cuando les toque partir, que viajarán a la Cuba de sus sueños. "Cuba primero", como diría Agustín Tamargo, otro cubano de prosapia.
la cuba del exilio
Muchos exiliados cubanos procuran combatir, infructuosamente, la nostalgia, recreando en los lugares que escogieron o les tocó reiniciar sus vidas acontecimientos, actividades, establecimientos y fechas que tienen grabadas en la memoria de manera indeleble.
Por ejemplo, una de las entidades de la república en la que muchos participan son los municipios, al extremo que todos los años la mayoría de sus asociados celebran al menos una fiesta en la que reviven algunas de sus tradiciones más importantes, a la vez que rinden tributo a la nación en su conjunto. Es una actividad muy sentida en la que, al rememorar la pequeña patria, se sumergen en lo que nunca hubieran querido perder.
Recientemente, el municipio de Ciego de Ávila celebró una de sus actividades, el Baile de las Flores, una fiesta que efectuaban en la ciudad natal y que con orgullo siguen aclamando en suelo extranjero. En el festejo se podía apreciar cómo aquellos hombres y mujeres cargaban sobre sus espaldas el lugar donde nacieron. Abuelos como Berta y Matías López sentían orgullo al evocar el pasado, y muy satisfechos de haber trasmitido a sus nietos el amor a la tierra que ellos no conocieron.
Hace varios años el recién desaparecido Lorenzo de Toro, ciudadano ejemplar, editor de la revista Ideal, dijo que muchos cubanos se percataban de cuánto amaban y añoraban a su país cuando se alejaban de sus costas, parafraseando la frase del Apóstol de que solo son bellas las playas del destierro cuando se les dice adiós.
En verdad, muchos descubrieron su profunda cubanía cuando le dijeron adiós al convulso caimán. Fue en la lejanía cuando se dieron cuenta de que unas inquietas neuronas se despertaron para decirles: "Yo no soy de aquí, yo soy de allá". Cuba ha sido para todos como el título de una vieja canción, una sublime obsesión que no abandona, que corta la voz, moja los ojos y aprieta el estómago cuando hacen una simple pregunta: "¿Regresarías?".
Es una realidad que un número importante de mujeres y hombres con talento y voluntad creadora han producido una cultura en el exilio enraizada en el patrimonio que se gestó en la isla. Si como individuos se labraron un nombre y marcaron pautas, también contribuyeron de forma relevante al acervo cultural cubano allende las fronteras, con independencia de la influencia y el poder que ejercen los que gobiernan la isla.
La globalización de la cultura cubana es una realidad, razón por la cual está en constante enriquecimiento. Tanto el exilio como el totalitarismo han impulsado el conocimiento de nuestras especificidades y ayudado a una interactuación con factores exógenos que no evitan nuestra singularidad. Esta globalización de lo cubano ha posibilitado una contradicción en nosotros como individuos: amamos al país que nos acoge y seguimos atados indisolublemente a la tierra de nuestros espíritus.
Paradójicamente, aunque la biología sigue inexorablemente acrecentando los obituarios, se aprecia que cada día son más los que dicen sentirse cubanos sin haber nacido en la ínsula. Son cubanos por sentimientos, por su capacidad de identificarse con un dominio que, aunque no conocieron directamente, lo han asumido de sus abuelos y sus padres. El respeto de sus mayores a tradiciones y costumbres les ha permitido, en una especie de ósmosis de los sentimientos, compartir recuerdos y vivencias, y asumirlos como propios. Todo se ajusta a lo que en su momento dijo Fernando Ortiz: la cubanía es algo que se tiene en la sangre, es algo que está en el corazón. La cubanía es un trayecto del alma y del espíritu.
Pero unos y otros, han aprendido que las raíces nacionales cubanas trascienden las fronteras, que el ser cubano, como dicen por ahí, más que un gentilicio es una profesión. Hemos sido capaces de recrear en alguna medida la Cuba que conocimos o de inventar la que queremos. La nostalgia la hemos cultivado con esmero y tal dedicación que es posible que aun los no creyentes tengan esperanzas, cuando les toque partir, que viajarán a la Cuba de sus sueños. "Cuba primero", como diría Agustín Tamargo, otro cubano de prosapia.
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